miércoles, 29 de julio de 2009

La tentación del señor Pransky

Todo comenzó una encantadora mañana de otoño. Volvía a casa, después de haber estado practicando footing con el firme propósito de reducir drásticamente mi esperanza de vida. Me detuve durante unos instantes frente a una de las verjas de Gramercy Park mientras, jadeante, rogaba al buen Dios que hiciera un milagro y acabase con mi sufrimiento; bien con una providencial bombona de oxígeno, bien con una automática del 38. Frente a mí; la vida seguía a su ritmo. Un jardinero cambiaba la maleza de lugar con su rastrillo, y unas ardillas discutían acaloradamente porque, al parecer, una de ellas había hecho trampas al póquer la noche anterior.
Cuando hube recuperado mi frecuencia respiratoria habitual, y mi pulso dejó de latir al ritmo del chá-chá-chá, crucé la calle y entré en el edificio de apartamentos donde resido. Me detuve a esperar el ascensor. Cierto es que la voz de la señorita que hay grabada me recordaba desagradablemente a la de una novia que tuve en mi juventud, y que tenía un notable parecido con el ama de llaves de Rebecca, pero preferí escucharla antes que arriesgarme a morir de un paro cardíaco en mitad de la escalera.
Meditaba acerca de los efectos que podrían provocar un par de patadas, propinadas con la conveniente saña, en el mecanismo de la grabación, cuando una pierna kilométrica, de ésas que vienen normalmente por parejas, obstaculizó las puertas antes de que pudieran acabar de cerrarse.
Con un par de ágiles movimientos, la propietaria de tan portentosas extremidades introdujo su generosa anatomía en el estrecho cubículo, y yo dí gracias a los Cielos por haber nacido hombre.
- Hola. - Dijo.
- Gla. - Contesté.
- ¡Qué suerte! Casi no lo cojo.
- Mmmm....
- ¿Dónde?
- Ah, er... al, ehém, al segundo.
- ¡Qué casualidad! Yo también. Mi nombre es Vera Williams. Acabo de mudarme. Bueno; en realidad, aún estoy en ello.
- Oh, eh, Miles. Miles Pransky. Encantado.
- Igualmente.
Quise ofrecerme para ayudarla en lo que necesitase; subir bultos o muebles, colocar algún electrodoméstico, llenar su casa de pequeños Pransky Williams...
Pero callé.
La voluptuosidad de un organismo que desafiaba todas las leyes de la naturaleza, y a todo el código deontológico del Colegio de Cirujanos Plásticos del estado de Nueva York, me mantenía mudo.
Al salir del ascensor encontré que nos hallaba esperando mi viejo amigo Max, quien miró a la señorita Williams con la misma cara que pondría un niño si se quedase encerrado en una pastelería.
Mi amigo Max tiene toda la pinta de un zorro astuto. De hecho; podría pasar por un zorro. Es más; su nombre figura en la lista de especies protegidas.
- ¡Por las barbas de mi abuelo Arthur! - casí gritó mientras, en el interior de mi apartamento, se pimplaba su segundo vaso de ginebra - Pero; ¿Cómo es posible?
- Qué. Cómo es posible; qué.
- ¿Eres vecino de Tracy Angel, y no me has dicho nada?
- ¿De quién?
- Angel. Tracy Angel; la actriz. ¡Y no me has dicho nada! Serás...
- ¿De qué estás hablando?
- La mujer que subía contigo en el ascensor, y se ha metido en el apartamento de al lado; ¡Tracy Angel!
- No, no. Te equivocas. Se llama Vera Williams.
- ¡Y un cuerno, Vera Williams! ¡Esa mujer es Tracy Angel, la actriz! ¡Si lo sabré yo!
- ¿Actriz? ¡Actriz! ¿Qué dices? ¿Estás seguro?
- Mmjhemm...
- Pues no me suena... ¿Qué películas ha hecho?
- "Las alegres hijas del granjero te trabajan con esmero", "Bacanal en el camping", "Las tres Mosqueteras te enseñan su delantera"... Ya sabes; cine de autor.
Aquello me produjo una fuerte impresión. Casi tan grande como cuando la policía detuvo a la abuela Pransky porque, al parecer, se ganaba unos pavos extra traficando con hongos alucinógenos.
Huelga decir que no hice ni maldito caso a mi amigo Max, en ningún momento de las dos horas largas que duró su visita. Cuando se tienen encima cincuenta años, dos divorcios y una úlcera péptica, la idea de tener de vecina a una joven y lozana estrella del cine para adultos acapara toda la atención de tu masa gris, y acaba concentrando todo tu torrente sanguíneo en un punto situado bastante por debajo de tu línea de flotación.
Aquella noche no pegué ojo. Dí vueltas y más vueltas sobre la cama; y bañado en sudor, pasé las largas horas de la madrugada atormentado por febriles fantasías. En algunas de ellas mi nueva vecina, haciendo uso de distintos disfraces cada vez, ponía en escena coreografías orgiásticas imposibles.
En otras; se presentaba en mi domicilio con alguna excusa inocente, como pedirme que le ayudara a desatascar el fregadero, por ejemplo, y una vez en la cocina me lanzaba sobre la mesa,
y me examinaba de todas las posiciones del Kamasutra, empezando por los números impares.
Un horror.
Al día siguiente; mientras realizaba mi aseo matutino, decidí que había sacado todo aquello de quicio.
- Viejo idiota. - Me repetía una y otra vez, entre risas. - No estás en edad de pensar en estas cosas. Es lógico que te sientas raro, hace tiempo que te retiraste de la circulación, pero... ¡Bah! Viejo idiota. Venir a tu casa... Aprovecharse de tí; ¡De tí! Además; que no has leído el Kamasutra.
Me serví un café, cuya fórmula merecería formar parte de la biblioteca de los Borgia, y un zumo de naranja, absolutamente artificial, y me dispuse a hojear el periódico.
Y entonces sonó el timbre de la puerta. Y al abrir; me encontré de bruces ante aquella mórbida encarnación del deseo y del pecado.
- Hola.
- Gla.
- Miles. Eres Miles; ¿Verdad?
- Mmmm...
- ¿Te acuerdas de mí? Soy Vera, la nueva vecina. Nos conocimos ayer; en el ascensor.
- Ssssss...
- Verás; es que tengo un pequeño problema. Quería lavar los cacharros del desayuno, y resulta que el fregadero está atascado. Me preguntaba si tú podrías...
No dí tiempo a que terminase de hablar. Huí de allí entre alaridos histéricos, y no paré hasta llegar a Boston.
Aquí se está bien. Hay aire puro, la gente es amable, y los hermanos de la orden en la que estoy recluido tienen prohibido el cine, y obligado el voto de castidad.

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