viernes, 19 de marzo de 2010

Espejito, espejito

La muerte de la tía Ágatha fue lo único que consiguió reunir de nuevo a toda la familia. Resultaba un tanto extraño observar cómo la parentela se congregaba en torno a la infinita mesa de caoba que presidía el despacho de la difunta. Era como ver a los pájaros aquellos que acosaban a Tippi Hedren en la película de Hitchcock, pero vistiendo de Prada.
El señor Banner, abogado, miraba con ojos de besugo a uno y a otro lado. Sin duda se preguntaba si era posible que alguien estuviera emparentado con un número tal de personas que, puestas de acuerdo, hubieran podido invadir un país pequeño. Carraspeó un par de veces, con el propósito de obtener un poco de silencio. Y es que los llantos, los lamentos, y los mocos sorbidos a intervalos habían alcanzado la cadencia rítmica que probablemente emita un coro de hienas a punto de engullir carroña.
Cuando por fin se acalló el alboroto, el abogado retiró con su pañuelo una gruesa gota de sudor que había estado haciendo equilibrios en la punta de su nariz y dio comienzo a la lectura del testamento, si bien el discurso se vio interrumpido de cuando en cuando por algún “qué buena era”, varios “cuánto amor albergaba su corazón”, bastantes “siempre se van los mejores”, y no pocos “yo era quien más la quería”.Con todo; el señor Banner no tardó demasiado en formalizar tan delicado trámite. Resumiendo mucho; diré que la tía Ágatha no nos había dejado nada.
A nadie.
Su dinero iría a parar a obras de caridad, la casa se subastaría, las joyas y las piezas de arte se donarían a los museos, y las cenizas de la difunta se esparcirían al viento; “no vaya a ser” – cito textualmente – “que alguno de éstos cretinos las utilice para cubrir con ellas el fondo de la bandeja de sus gatos”.
El revuelo fue considerable, claro. Y la sensación general la resumió la prima Gladys de forma admirable con un contundente “quéhijaputa”.
Apuré el vaso de bourbon que Elizabeth, la fiel ama, me había deslizado en la mano nada más llegar y, encantado de contemplar el efecto que la vieja había provocado en aquel montón de alimañas, cogí mi abrigo y me marché.
Me entretuve un rato en el jardín charlando con Mathew, el chofer, un ancianito encantador, que tenía unas cataratas tan opacas como cortinas de baño y que presumía de conducir de oído. No tuve valor para decirle que lo que estaba abrillantando no era el Bentley, sino el cochecito del jardinero.
Aquella misma noche tomé un vuelo de vuelta a casa. Mientras a través de la ventanilla miraba la oscuridad que reinaba en el exterior, no podía evitar reflexionar acerca de las vueltas que da la vida. Y algunas coristas de Queens.
Mi familia se había hecho rica con los negocios. Mi bisabuelo Richard, por ejemplo; había demostrado ser un hombre con una gran visión comercial. Comenzó recogiendo cabello por todas las peluquerías de Londres, comprándolo a un par de peniques el kilo, y luego confeccionando barbas que vendía a una libra con cincuenta. Durante la primera Gran Guerra sus barbas fueron muy apreciadas, sobre todo entre los espías que precisaban de un razonable nivel de incógnito; así que hizo una fortuna.
Mi tío abuelo Andrew, por su parte, fue pionero en el negocio de la comida rápida al crear su propia cadena de puestos callejeros de bocadillos de carne. Lo floreciente de su empresa coincidió con aquel período que en Londres se llamó “la temporada sin gatos”. Sin embargo yo; escritor en ciernes, había decidido renunciar a todo y exiliarme a los Estados Unidos con el firme propósito de vivir de mi Musa o, en su defecto, de alguna dama rica con una esperanza de vida lo bastante limitada. Sí, no puedo negarlo; quizá también influyera en la decisión de marcharme de Inglaterra un pequeño malentendido con unos señores de apellido ruso que se negaban a entender que en las carreras, en ocasiones, también se pierde.
Así que acabé viviendo en Nueva York, en Brooklyn, en un apartamento cuyo estado de habitabilidad podía considerarse miserable, cuando no decididamente infrahumano. Por lo que usted comprenderá que cualquier cantidad de dinero, por escasa que ésta fuera, que la tía Ágatha me hubiera dejado en herencia habría supuesto un respiro para mi maltrecha economía. Pero no estaba enfadado con ella, no crea. No dejaba de regocijarme con la idea, tan literaria por otra parte, de que hubiera dejado con un palmo de narices a toda la familia. La anciana debía estar tronchándose, allá donde estuviera.
Pasé el par de días siguiente trabajando en la que, sin duda, será la novela definitiva del siglo XXI: “Cielos; ¿Por qué a mí?” en la que narro, con un fino sentido del humor y una prosa digna de F. Scott Fitzgerald, las tribulaciones por las que debe atravesar un gángster que, en plenos años veinte, quiere triunfar como primera vedette en Broadway, y me encontré tan absorto en la historia que, cuando sonó el timbre de la entrada, ya me había olvidado de la tía Ágatha y de todo. Al abrir la puerta vi a un mensajero en el descansillo, afanándose en sujetar un embalaje que debía medir alrededor de metro ochenta.
- ¿Alfred Robbins?
- El mismo.
- Paquete para usted.
- ¿Para mí?
- Viene de Inglaterra.
Por unos momentos, a qué negarlo, me sentí presa de un súbito temor pero, al cabo, caí en la cuenta de que el cajón no parecía diseñado para contener la cabeza de un caballo, así que me tranquilicé. Por otra parte; obsequiar animales por piezas es más propio de ciertas familias italianas, antes que de las rusas.
Así que firmé el recibo correspondiente y, ayudado por el mozo, coloqué el paquete en mitad del salón. Prendido en la caja había un sobre cerrado que contenía una nota manuscrita. Sorprendentemente; la firmaba la recientemente fallecida. Y decía:
“Estimado sobrino Alfred.
De entre todos mis familiares eres, si no el favorito, sí quizá al que menos detesto. Por esta razón, y tras mucho meditarlo, he decidido que seas el único beneficiario de mi fortuna. No te dejo dinero, propiedades o acciones, así que borra esa estúpida sonrisa de tu rostro. Te lego, en cambio, el mayor de todos los dones: mi espejo.
Ésta pieza ha estado en nuestra familia durante generaciones, y pronto descubrirás por qué. Así que trátalo bien, y úsalo sabiamente.
Un último consejo: no pases tanto tiempo en el baño. Te vas a quedar tísico.
Tu tía Ágatha”.
Un espejo. ¡Me dejaba en herencia un espejo! No podía creerlo. Lo primero que pensé, naturalmente, es que la anciana chocheaba. Pero después caí en la cuenta de que quizá aquel trasto pudiera venderse como una antigüedad, con lo que obtendría esos pavos que me hacían tanta falta. La pieza, de todas formas, era magnífica. El marco, de madera oscura, se hallaba ricamente trabajado, y el cuerpo estaba pulido y brillante. Observé mi imagen, reflejada en él, y por un momento me vi más alto, más joven, y con algo de pelo en la coronilla. O bien los bífidus, por fin, estaban haciendo su efecto, o bien el espejo me mostraba con un aspecto sustancialmente mejorado.
Pero para qué engañarme, decidí. Aquel suntuoso artefacto no encajaba en absoluto con un inmueble que parecía decorado por Norman Bates en pleno brote esquizoide. No había mucho que meditar, entonces. Seguro que encontraba algún anticuario en Chinatown dispuesto a comprarlo. Lo buscaría al día siguiente.
Aquella primera noche la pasé intranquilo. Di vueltas en la cama, sudé como un noruego en una sauna, y soñé cosas extrañísimas. Recuerdo que se me aparecía una vaca calzada con botines de charol que cantaba “Beyond the Sea”.
A la mañana siguiente, guía telefónica en mano, me dispuse a encontrar un comprador. No bien había marcado las primeras cifras del primer número, cuando una voz de trueno resonó en el cuarto.
- ¿Qué haces, insensato?
Me sobresalté, naturalmente.
- ¿Quién anda ahí? – pregunté.
- Soy yo.
- ¿Quién? ¿Quién es yo?
A esas alturas, como ya imaginará, me estaba planteando seriamente reunir todas mis reservas de valor y coraje y salir huyendo por la escalera de incendios entre alaridos histéricos.
- Yo. Tu espejo.
- ¿Mi..?
- Mírame.
Me giré. Miré el espejo. Por increíble que le pueda parecer; le juro que la cara de un hombre aparecía claramente definida en él, y debo decir que se parecía bastante a Tom Jones.
- ¿Qué demonios..?
No pude acabar de formular la pregunta.
- Te saludo, nuevo propietario del espejo.
- ¿Quién? ¿Qué eres tú?
- ¡Vaya, me ha tocado el avispado de la familia! Creo habértelo dicho ya. Soy tu espejo.
- Pero... ¡Hablas!
- Seis idiomas, y un par de dialectos.
Estaba conmocionado, por supuesto. Ningún acontecimiento me había afectado nunca tanto, salvo quizá cuando detuvieron a mi casera, la vieja señora Osborn, acusada de traficar con cannabis para sacarse unos dólares extra.
El espejo observaba divertido mi reflejo, pálido como un chino al bajar de una montaña rusa.
- ¿Guardas algo de alcohol en este cuchitril?
- Eh, no... ¡No me digas que bebes!
- No, idiota. Es para ti. Te sentará bien.
- Pues no. No tengo, lo siento.
- Entonces pégale un lingotazo al frasco de colonia. No te matará, y te calmará los nervios.
Le hice caso y, media botella después, me hallaba al borde del coma etílico y con una total disposición para escuchar la historia que mi nuevo mueble se disponía a relatarme.
Los orígenes del mismo se remontaban a varios siglos atrás y nadie, ni él mismo, los conocía con certeza. Había ocupado un lugar privilegiado en las cámaras privadas de las más importantes familias del mundo durante ese tiempo, y sus consejos habían decidido, en no pocas ocasiones, el rumbo de la Historia. Me contó divertidas anécdotas acerca de los principales mandatarios a los que había servido. Así por ejemplo; de Napoleón decía que era tal su apetito sexual que tenía esposa, amante, varias concubinas y una oveja.
- ¿Y ahora qué hacemos? – Le pregunté.
- ¿Perdón?
- ¿Qué hacemos ahora?
- ¿Quieres decir, amo, que no sabes qué vas a hacer conmigo?
- Exacto.
Me miró como si yo fuera imbécil y, por un momento, debo confesar que me sentí así.
- Imagínate – me dijo – que alguien te dijera que tienes en tus manos los medios necesarios para saber lo que tú quieras. Qué está haciendo ahora mismo, por ejemplo, la persona que tú elijas. Los sentimientos que esa mujer por la que suspiras tiene hacia ti. Qué pasará mañana. Cual será el número del próximo sorteo de la Lotería...
Dios. La tentación era demasiado grande. Ineludible, diría yo. Tenía el mundo en mis manos. ¿Cómo no usar semejante poder?
Supongo que se afiló el colmillo lobuno que mi genética había dispuesto.
Al principio usé el espejo de forma prudente. Espié en la ducha a mi vecina del segundo; una alemana de veinticinco años con las nalgas de una nadadora olímpica, y me presenté en las oficinas de una prestigiosa revista literaria, que ofertaba un jugoso empleo, con la entrevista convenientemente preparada, lo que me proporcionó un trabajo cómodo, estable y razonablemente bien pagado.
Podía ganarme la vida dentro del mundillo literario, lo que me vendría de perlas cuando acabase mi novela, y tenía un artilugio capaz de proporcionarme otra vía de subsistencia si al final ésta fallaba.
Era feliz. ¿Qué más podía desear?
Bueno; había algo. Mi cuenta bancaria estaba por debajo de los números rojos. Quizá pudiera remediar eso, si me ayudaba de un pequeño empujoncito de mi espejo.
Probé con los juegos de azar. Una o dos veces. Gané cantidades pequeñas, lo suficiente como para saldar mis deudas y darme algún capricho. Todo iba bien, al principio.
Pero, por supuesto, la cosa acabó yéndoseme de las manos. Decidí que podía equiparar mi fortuna personal a la de mi familia y, además, en un tiempo récord. ¿Por qué esperar, después de todo? ¿A cuento de qué, ser prudente? Porque; ¿A quién perjudicaba? Es decir; yo no robaba a nadie. Me limitaba a jugar, y a apostar. Sí, de acuerdo, lo hacía con la ventaja de saber cual era el número que iba a salir en la Loto, o el caballo ganador, pero no lo sacaba literalmente del bolsillo de nadie, si usted me entiende.
Así que, al cabo de poco tiempo, abandoné mi apartamento, me mudé a una suite en el Palace y me compré un lujoso descapotable. Encendía los habanos con billetes de veinte dólares.
Tom Jones, desde el fondo del espejo, me miraba con una expresión cada vez más sombría.
- Eres imprudente, amo.
Y yo, por supuesto, le ignoraba. Y pasó lo que tenía que pasar. Los del fisco repararon en el repentino cambio de rumbo de mi fortuna, y empezaron a investigarme. No hallaban explicación alguna a mi súbito incremento patrimonial.
Una aciaga tarde de Otoño, un funcionario con la cara avinagrada se personó en mis aposentos.
Llamó a la puerta, y se identificó. Me apresuré a tapar con una sábana el espejo, por supuesto. No podía permitir que se descubriese mi secreto.
El agente comenzó el interrogatorio haciéndome preguntas aparentemente intrascendentes; mis datos personales, mi profesión, de qué color era el caballo blanco de Santiago...
Pero cuando la cosa comenzó a ponerse seria, los nervios se apoderaron de mi. Sudaba, temblaba y tartamudeaba. No dejaba de lanzar miradas furtivas al espejo. Y el del fisco, más mosqueado que un pavo en el día de Acción de Gracias, acabó por estallar.
- ¿Por qué está tan nervioso? ¿Qué guarda usted ahí?
- ¿Yo? Eh, no, nada. Yo, nada.
- ¿Ah, no?
- No.
- Entonces; no le importará que le eche un vistazo.
- ¿Qué? ¡No, ni hablar!
Se levantó. Y yo tras él. Quiso destapar el mueble. Quise impedírselo. Forcejeamos. Peleamos. Le empujé. Y el destino quiso que fuera a golpearse contra el espejo, que se precipitó contra el suelo. Se oyó el inconfundible sonido de los cristales rotos.
El resto usted ya lo conoce, señor abogado. Me han acusado de atentar contra la autoridad y de enriquecerme de manera fraudulenta, si bien no pueden probar nada. Y yo no puedo defenderme, como usted comprenderá, porque con el espejo roto no puedo probar mi inocencia. Así que he acabado en prisión, encerrado, perdido en un limbo legal del que no puedo salir. Pero debe usted creerme, señor abogado. Debe usted creerme, y debe sacarme de aquí.