lunes, 22 de febrero de 2010

Un dilema salomónico.

Entré en la década de los cincuenta a la vez que mi esposa me dejaba por un monitor de autoayuda de treinta años y apellido búlgaro; lo que fue terrible.
Pasado un mes; ella volvió a mi lado. Lo que fue infinitamente peor.
Sin embargo; para nosotros ya era tarde. Mi vida había tomado un nuevo rumbo. Abandoné mi pasado como un pirata abandonaría un puerto arrasado, o un funcionario del fisco abandonaría a un trabajador autónomo, y decidí encaminar mis pasos en dirección a lo que yo consideraba un destino cosmopolita, mundano, interesante y misterioso. El destino que yo merecía.
Al llegar a los cincuenta, a los hombres se nos mide por lo que yo he dado en llamar mi "escala universal". En un extremo estaría George Clooney; alguien guapo, seductor y carismático. En el otro extremo estaría Homer Simpson.
Sobran los comentarios.
Me mudé a un apartamento frente a Gramercy Park, desde cuya ventana observaba a los neoyorquinos hacer footing, y a las ardillas jugar al póquer. Había tomado la determinación de que mi balanza no iba a inclinarse en modo alguno hacia el lado Simpson; así que teñí mis canas, compré un bono para un solario y me apunté a un gimnasio.
Tuve dificultades al adquirir el equipo para afrontar tan épica hazaña. Primero; con la camiseta deportiva. A esta edad resulta difícil esconder la barriga, así que uno piensa que una prenda de menor tamaño que la talla propia irá bien. Craso error. No sólo no te oculta la panza, sino que, además, te marca escandalosamente los pezones. Y no es eso lo peor. Lo peor es que uno llega a plantearse la posibilidad de adquirir un sujetador deportivo.
Después; el tinte. La falta de costumbre nos incita a elegir cualquiera, sin fijarnos en su calidad. Así que el primer día; cuando llevas veinte minutos dejándote el pellejo sobre una bicicleta estática, descubres con horror que, acompañando al sudor de tu frente, grisáceos chorretones te emborronan el rostro.
Y por último; los rayos UVA. Uno se acuesta en una cama de fibra de vidrio pensando que va a adquirir un bonito color tostado, y lo que acaba pareciendo es un chino untado de azafrán. Por no hablar del sospechoso olor a linimento que desprende la superficie del aparato, y que pone a prueba la resistencia del estómago del más pintado.
Cambié de gimnasio un par de veces, porque no soporto ni hacer el ridículo, ni los espárragos en la ensalada.
En el tercero conocí a Elizabeth. Elizabeth tenía veintiocho años, unos ojos azules inmensos, un largo cabello rubio, y unos senos como cabezas de misiles.
Yo; que he leído a Nabokov y he visto toda la filmografía de Woody Allen, supe desde el principio lo que iba a pasar: acabaríamos teniendo un affair.
Tuvimos nuestro primer contacto, como no podía ser de otra forma; en un banco de pesas. Yo intentaba impresionarla levantando unos cuantos kilos de plomo, y ella me observaba, coqueta. No conseguí levantar el peso pero, en cambio; logré quebrarme un par de vértebras.
Por fortuna; Elizabeth era fisioterapeuta. Así que me colocó una faja ortopédica y me administró un buen chute de calmantes.
En agradecimiento; la invité a tomar un zumo hipervitamínico superprotéico megamineralizado de noventa y ocho octanos.
Así nos conocimos y, desde ese momento, iniciamos una relación que fue estrechándose cada vez más, y que acabó por hacernos prácticamente inseparables.
Yo me sentía feliz, pletórico de energía, y bastante orgulloso de mí mismo, al haber conseguido conquistar a una mujer tan estupenda. Supongo que ella se hallaba fascinada por mi experiencia, mi carisma, y porque sé deletrear equinodermo.
Cuando llevábamos dos meses saliendo, habíamos agotado el repertorio de espectáculos de Broadway, y le habíamos dado un par de vueltas a la edición revisada del Kamasutra, Elizabeth decidió que había llegado el momento de que conociera a su familia.
Por norma general; establecer nuevos contactos sociales suele apetecerme tanto como que me hagan una colonoscopia, pero entendía que habíamos llegado a ese punto en nuestra relación en que debíamos decidir si hacerla oficial o no. Es decir; debíamos elegir entre continuar siendo felices, o meter por medio a sus padres.
Veinticinco años de matrimonio con una católica neurótica de New Jersey me inclinaban a retrasar el acontecimiento todo lo posible. Pero las bolsas bajo los ojos, los pelos de las orejas y la papada que cada mañana me devolvía el espejo de mi cuarto de baño me aconsejaban prudentemente amarrar con uñas y dientes cualquier posibilidad de yacer regularmente con una veinteañera de vientre liso, nalgas apretadas, y la flexibilidad de un junco.
Quedamos un martes, en el Modern. La madre de Elizabeth, doctora en Historia del Arte, trabajaba como asesora del MoMA. Yo hubiera preferido cualquier pizzería, o el Dawat, pero entendí que al citarnos al término de su jornada laboral, el encuentro perdía su estatus de protocolario, y se convertía en algo un tanto informal, muy de agradecer.
Tomamos vino blanco mientras esperábamos. Y a la segunda copa; llegó Karen.
Creo que supe entonces lo que sintió Ulíses cuando Poseidón se mosqueó con él y le tuvo dando vueltas por el Mediterráneo. Noté los truenos a lo lejos, un lamento de coro griego como música di sottofondo, y vi la película de mi vida pasar a toda velocidad por delante de mis ojos. (Por cierto; debo decir que era un film muy malo, con un protagonista que resultó ser un absoluto error de cásting).
Karen era hermosa. Con esa serena belleza que sólo pueden proporcionar la edad, y una cuenta corriente lo bastante saneada. Sonreía con unos dientes blanquísimos y miraba directamente a los ojos cuando hablaba.
A los diez minutos de conocerla supe que; o bien me había dado una apoplejía, o bien me había enamorado. Como mantenía el pulso radial, y no llegué a hundir el rostro en mi plato de risotto de berenjenas, entendí que estaba irremediablemente perdido.
El padre de Elizabeth no acudió a la cita. La relación entre él y Karen se había deteriorado tanto en los últimos tiempos, que estaban planteándose el divorcio. Dios; lo que faltaba.
Debo decir que aquella fue la velada más extraña de mi vida.
Pasé los siguientes días presa de una serie de desquiciadas fantasías y de alocados planteamientos. Pero no podía dar crédito a todo aquello. Yo quería a Elizabeth. Yo adoraba a Elizabeth. Y Karen... Bueno; Karen era su madre.
La nueva vida que recién había estrenado, incluía un elevado protagonismo de los hábitos sanos, entre los que predominaba el consumo de vitamina C. Así que una noche; tras la ingesta de un considerable número de combinados de vodka con limón; tuve una revelación.
Yo casi doblaba en edad a Elizabeth. Además; tan sólo llevábamos dos meses saliendo juntos.
Quiero decir; era inteligente, encantadora, y nuestras relaciones sexuales resultaban fantásticas.
Pero no podía decirse que estuviera enamorado de ella.
Karen, en cambio, era una mujer junto a la que podría llegar a plantearme construir un futuro.
Supongo que únicamente alguien al borde de un coma etílico puede plantearse reincidir en ese marasmo inevitable que es el matrimonio pero, en aquel momento, me parecía incluso lo más sensato.
Ideé la estrategia que sólo un borracho, o un cultivo de bacterias, aceptarían como inteligente y resolví pasar al ataque.
En los días siguientes estudié a Picasso, Warhol o Kandinsky. Me hice el encontradizo con ella varias veces, e incluso le pedí que me guiara por el museo. Llegué a loar las virtudes de un lienzo blanco, pintado de blanco, y rematado con unas finísimas rayas blancas.
Comimos juntos. Tomamos cócteles juntos. Me miraba con sus ojos incendiarios, y yo correspondía a su atención con las mejillas arrasadas de pirómana pasión.
Un par de veces sus dedos rozaron la punta de mis dedos.
En definitiva; me consumía el deseo.
Y al final, una tarde, ocurrió.
Tras nuestra tercera mimosa me acerqué a ella, movido por un impulso, y la besé.
Parecía sorprendida; sí. Abrió los ojos como platos; sí. Y dio un respingo.
Pero no hubo reproches, ni un previsible bofetón, ni gritos. No hubo insultos.
Hundió su mirada en mis pupilas y, tras un leve temblor de su labio inferior, me devolvió el beso.
No recuerdo si pagamos la cuenta. No recuerdo cómo llegamos a mi apartamento. No recuerdo que nos hubiéramos desnudado, ni al reloj de cuco, regalo de mi hermana Margaret, dar las horas.
Sólo recuerdo la pasión, la entrega. Un océano de piel, sudor y saliva.
Fueron unos días maravillosos. Me sentía como un diabético en una pastelería, gozando del tierno bizcocho que era la juventud de Elizabeth y del dulce merengue de la madurez de Karen.
Sin embargo; todo exceso, incluso el de azúcar, acaba por resultar pernicioso. Karen insistía vivamente en que, si quería que continuase nuestra relación, debía poner fin a la que aún mantenía con Elizabeth.
Yo estaba de acuerdo, por supuesto, aunque no acababa de encontrar el momento oportuno para hacerlo.
Por fin; quedamos en un pequeño bistró. Arropados por la música new age, los combinados y la luz de las velas.
Entonces; Elizabeth me dijo que creía estar embarazada.
No pude romper con ella.
¡Qué días, los siguientes!
Ante mi se alzaba, perentorio, un dilema salomónico.
No podía casarme con Elizabeth, porque a quien yo quería era a Karen. Pero si me casaba con Karen, a la sazón abuela de mi futuro hijo, yo adoptaba además del rol de padre, el del abuelo putativo de la criatura.
Seguro que en algún lugar del Limbo Sigmund Freud, una legión de psicoanalistas judíos , y mi vieja tía Maude, se estaban tronchando de risa.
¿Qué hacer?
No podía dormir. Había perdido los nervios y la concentración. Se había resentido incluso mi apetito, llegando a sustentarme, tan solo, con una espartana dieta a base carne, huevos, pescado, fruta, queso y pan blanco.
Llegué a tal estado de estrés que mi pobre corazón no pudo soportarlo, y acabé dando con mis huesos en la Unidad de Cardiología del Hospital Monte Sinaí.
Si alguno de mis lectores piensa que lo más engorroso que podía pasarle en la vida es aliviar los gases de su aparato digestivo en el interior de un ascensor justo antes de que se abran las puertas y entre en él la chica de sus sueños; le diré que no está en lo cierto.
Aún es peor estar tumbado en la cama de un hospital, desnudo y enchufado a un montón de cables, sin posibilidad de escape, con las dos chicas de tus sueños recriminando tu conducta, llamándote cerdo insensible y... bueno; y muchas otras cosas más.
Lo juro.
En aquella cama articulada acabó mi aventura.
Elizabeth, al final, resultó que no estaba embarazada, y fue ella la que acabó por abandonarme.
Y sí. El destino acabó por infligirme un severo castigo. Acabé casándome con Karen.