martes, 14 de septiembre de 2010

Cartas de amor (una historia rural)

Los veleidosos designios del Destino quisieron que Anna Hovercraft, vecina de los Hamptons, New York, heredase el rancho que había sido propiedad de sus abuelos en Dumbville, Kansas. De entre todos los utensilios, aperos y enseres que tuvo que inventariar, y sobre cuya suerte le tocó decidir, hubo un objeto que acaparó especialmente su atención. En el fondo de un cajón de la cómoda en la que su abuela guardaba la ropa blanca, encontró una pequeña caja de latón, oscurecida por el tiempo, que contenía la correspondencia que los propietarios habían mantenido mientras fueron novios. Como un tesoro de valor sentimental incalculable, la señorita Hovercraft decidió preservar aquél pedazo de su propia historia y evitar así que se perdiera en el olvido. Y como la urraca ávida de ganancias que es, intentó lograr que algún incauto acabase por publicar las cartas. Por fin halló al señor S. Aúreus quien, tras las oportunas negociaciones y un par de ansiolíticos, adquirió los derechos de la historia. A continuación; y tras haber seguido un riguroso método de selección literaria, consistente en lanzar el montón de legajos al aire y elegir sólo los que cayeron encima de la mesa del escritorio, me complace reproducir algunos fragmentos de la obra resultante:

11 de Junio.

Estimada señorita Mendeléiev.

En primer lugar; quisiera manifestarle cuán emocionado estoy al iniciar esta correspondencia. Sus padres de usted han sido muy generosos al permitirme cortejarla, y acepto como un cariñoso cumplido el apelativo de comadreja miserable con que su progenitor me regala asiduamente.

Debo decir que estaba usted especialmente radiante en el baile de los cosechadores, que se celebró la semana pasada en la plaza del pueblo, y que el vestido azul que llevaba realzaba de buena manera sus ya de por sí generosas carnes. Al llegar a la pieza titulada “Iba yo a dar de comer a los gorrinos cuando, de repente, apareciste tú”, el hecho de que aceptara usted ser mi pareja me provocó una sensación de mareo parecida a la que provoca el whiskey que vende el viejo Smithy.

Aguardo con impaciencia el próximo Domingo, para poder acompañarla a la iglesia y volver a mirar su lindo rostro.

Afectuosamente suyo;

Aaron Johnson.

P. D. Llevaré mi entrepierna protegida con la tapa de una lechera de latón, en previsión de que al hermano de usted, qué simpático, se le ocurriera atizarme de nuevo una patada en semejantes partes.

16 de Junio

Estimada señorita Mendeléiev.

Pesa sobre mí la sospecha de que no soy un buen cristiano, pues debo reconocerle que pasé todo el oficio, incluido el sermón del reverendo Mc Cormack, pendiente de usted. Su cabello rubio se me parece a la cebada que crece en los campos, y me resulta encantador ese gracioso ceceo con que lee los Salmos.

Además; en determinadas ocasiones, algunos de sus gestos me recuerdan a cierta ternera de nombre Dorothy, que tuvimos que sacrificar prematuramente y a la que yo tenía especial afecto.

Temo no obstante que cedí al ardor juvenil, descuidando mis obligaciones para con Nuestro Señor, y ahora dudo entre si debo confesarme o purgarme con ricino, a qué negárselo.

Dentro de poco será la feria del ganado de la comarca, y confío poder acompañarla al concurso de bebedores de cerveza.

Afectuosamente suyo;

Aaron Johnson.

P. D. Lamento mucho que su hermano de usted acabara por fracturase tres dedos de su pie izquierdo.

20 de Junio.

Apreciado Aaron.

Se me hace extraño tratarte con semejante familiaridad. Sí; ya sé que mi padre ha dado su permiso para que nos tuteemos, y que se reafirmó en ello de esa manera tan entrañable y dulce que él tiene para contigo cuando, la otra tarde, te lanzó a la cabeza la sartén de hierro de hacer gachas. Por cierto; ¿Te duelen los puntos de sutura? Espero que no te hayas enfadado con él. Debes entenderle; en ocasiones se comporta como un chiquillo.

Qué quieres que te diga, Aaron; no puedo evitar esta zozobra. Yo soy una muchacha sencilla, de pueblo, y todo esto me emociona y, a veces, me supera. Nunca he tenido novio y sólo el pequeño de los Robbins, que en paz descanse, hizo intento de cortejarme. Y entonces teníamos, si mal no recuerdo, doce años.

Yo también estoy deseando que llegue la feria del ganado, y que asistamos juntos al concurso de bebedores de cerveza. Espero que no le hicieras mucho caso a mi padre cuando dijo aquello de que tu virilidad quedaría por los suelos al descubrir que una mujer es capaz de beber mucha más cerveza que tú. Lo hacía sólo para chincharte. Aunque debo advertirte que hiciste mal al desafiarme. Lo único que necesito para ganarte es un barril al que pueda echarle convenientemente el guante, y que te apartes cuando llegue el momento de eructar.

Por otro lado; espero que me hagas caso y en un futuro compres el aceite de ricino en la tienda del viejo Mogensen. No creo que sea muy sano ir al retrete doce veces en quince minutos. Además; que se te ve mala cara.

Creo que me estoy alargando en esta carta, y no sé si eso será muy decoroso. No quiero que pienses que soy una descarada.

Con todo afecto;

Martha Mendeléiev.

23 de Junio.

Querida Martha.

Sí; te llamo querida porque te quiero. Y porque creo que estoy delirando de fiebre a consecuencia del aceite de ricino en mal estado, y de que más de la mitad de los puntos de sutura que tengo en la cabeza se me han infectado.

Leo una y otra vez tu última carta, y una emoción indescriptible se apodera de mi corazón. Ahora sé lo que es estar enamorado de verdad. Ni siquiera el asno rosa con el que me encontré en el patio esta mañana, cuando iba a lavarme en el abrevadero, me ha provocado tal estado de excitación. Aunque debo decir que la vaca vestida de cabaretera que tengo a mi lado, y que canturrea “Love is in the air” mientras escribo estas líneas, me desasosiega un poco. Quizá porque le falte bajar una octava en el estribillo. No sé.

Martha, querida: Te adoro. He convencido a mi padre para que me ceda las tierras que tiene al oeste, junto a los pantanos. He decidido que la próxima primavera comenzaré a construir una casa allí. Es un lugar precioso; te va a encantar. Lo único malo es que está plagado de unos mosquitos tan grandes como gorriones.

No quiero que me juzgues como demasiado impetuoso. Es sólo que estoy dispuesto a todo por ti. Y que, bueno; que tú ya no tienes edad para que nos andemos con tonterías. Que se te va a pasar el arroz y somos pocos mozos en el pueblo, así que...

Si todo va bien, el próximo Domingo iré a buscarte para que vayamos juntos a la iglesia.

Estoy deseando que llegue.

Con todo mi delirio;

Aaron Johnson.

25 de Junio.

Apreciado Aaron.

Aún estoy reponiéndome de la impresión que me ha causado tu descaro. Yo achaco esas palabras tan impetuosas e irreflexivas al estado en el que te encuentras y por eso las perdono pero, por Dios, hacer planes de futuro cuando aún no hemos llegado ni a tomarnos de la mano...

No digo que no me halague, por supuesto que sí. Pero no creo que aún sea el momento de que pensemos en estas cosas. Va usted un poquito rápido; ¿No le parece, señor Johnson?

Debes hacerme caso, querido. La tradición, las Sagradas Escrituras y la escopeta de caza de mi padre nos aconsejan tomarnos nuestra relación con calma y con prudencia.

Espero que te repongas pronto y que, junto a la salud, recuperes el buen juicio.

Con cariño;

Martha Mendeléiev.

P. D. Por cierto; espero que no estés considerando en serio lo de llevarme a vivir a una ciénaga apestosa, porque vas listo. Ya estás buscando un sitio mejor donde construir nuestra casa. Ah, y que tenga granero.

03 de Julio.

Querida Martha.

Por fin hemos paseado juntos, como novios formales, por el camino del Este. Me siento muy dichoso aunque, para ser sincero, preferiría no tener a tu hermano de carabina. Llámame aprensivo, pero no estoy seguro de que el empujón que me dio, cerca del río, fuera del todo accidental.

Tengo que acercarme a la ciudad a comprar tabaco de mascar, una azada nueva y algunas cosas más.

El par de días que pasaré, lejos de ti, se me harán eternos.

Cariñosamente;

Aaron Johnson.

14 de Julio.

Querida Martha.

Por fin el señor Jenkins me ha vendido su terreno. Es un lugar precioso, desde el que se puede ver la Colina del Cordero, a lo lejos, y en el que seguro que podremos disfrutar de lindas puestas de sol. El señor Jenkins ha sido muy generoso en el trato, si bien creo que no terminaremos de pagar nuestra propiedad hasta dentro de tres o cuatro generaciones, por lo menos. Eso; o acepto una oferta que me ha hecho, y que no he acabado de entender muy bien, a qué negarlo, en la que mencionaba algo acerca de uno de mis riñones…

Mi padre dice que me regalará un par de vacas, con tal de que me vaya de una vez, y mi madre se pasa el día llorando. Creo que se sienten felices por mí.

Con cariño;

Aarón Jonson.

25 de Julio.

Querida Martha.

Aún no acierto a explicarme qué fue lo que pasó el otro día.

Sólo recuerdo que el sembrado del abuelo Trevithick comenzó a arder, y fuimos todo el pueblo a apagarlo.

Y el humo nos rodeaba, y un dulce aroma desconocido hasta entonces se apoderó de mis sentidos y te vi, con tus rubios cabellos sueltos cargando cubos de agua, como una mula de grupa generosa y... bueno; y se encendieron mis instintos.

Me pregunto qué demonios había sembrado el viejo Trevithick en aquella tierra.

Estoy atribulado, turbado.

No sé qué vamos a hacer.

Con zozobra;

Aarón Jonson.

2 de Agosto.

Querido Aaron.

Estos últimos días han sido una auténtica locura. He escondido la escopeta de mi padre, aunque dice que si te encuentra a menos de una legua de nuestra granja te matará con sus propias manos.

Estoy muy preocupada por él. Camina sin rumbo de un lado a otro diciendo no sé qué sobre el Apocalipsis y sobre sacrificar un cordero. Mi madre está acabando con las reservas de aguardiente de nuestra despensa. Se pasa las noches cantando viejas serenatas rusas.

El único que parece haber salido mejor parado de aquella fatídica noche es mi hermano, que se ha hecho inseparable de Edward, el menor de los Smith. El otro día creí verles paseando, por el camino del Este. Por un momento pensé que iban cogidos de la mano, si tal cosa no fuera imposible, claro. ¡En fin; no sé, serán cosas mías!

No sé qué vamos a hacer, querido. Tenemos que vernos y hablar. Así no podemos continuar.

Tu Martha.

18 de Agosto.

Te escribo estas pocas líneas ante la imposibilidad de acercarme a tu casa. No contamos con que tu padre se podía comprar otra escopeta. He hablado con el reverendo Mc Cormack y ha convenido en casarnos a finales de Septiembre. Antes resulta imposible; pues ha habido una avalancha de peticiones por parte de todos los jóvenes de la comarca y la iglesia apenas da abasto.

Confío en que para esas fechas aún puedas entrar en el traje de novia de tu madre.

Tu futuro esposo.

Aaron.

lunes, 26 de abril de 2010

Johnny and me

En escena; una silla y una actriz.

Faith, de pie, juguetea con el bolso. No es la primera vez que acude a la consulta de su analista, la doctora Chase, pero se muestra nerviosa. Le ocurre en cada sesión. Avanza tímidamente, como pidiendo permiso con cada músculo de su cuerpo.

Faith:

Doctora, ehem, doctora Chase. Sí. Er... Yo, verá; yo, yo siento el retraso. El, el metro. Está, ya sabe, el centro está imposible a estas horas. Había en el andén, además, una mujer. Una negra muy grande, con un vestido de flores y un carrito de la compra lleno de trastos que ha amenazado con tirarse a la vía, y se ha organizado un caos. Tenía; la negra digo, tenía unas tetas enormes. No me imagino lo que debe ser tener unas tetas así de grandes. Debe ser muy incómodo. Pesado. Pesaaaado. Debe doler mucho la espalda. Claro que, igual, tiene sus ventajas. Porque debe verse el mundo desde una cierta distancia; ¿No? Es como, en fin; una puede parapetarse tras sus tetas y verlo todo como si estuviera viendo la tele. Allá, un poco lejos. Y si te paras a pensarlo, quizá no sólo las tetas te sirvan para ganar algo de espacio. A lo mejor una nariz grande, pero grande, un pedazo de nariz, también te lo permite. Mi Johnny no tiene la nariz grande, es más bien chata. Y así como redonda al final, en la punta. Pero tenemos un amigo, Spencer, que tiene una nariz enorme. Mi Johnny solía decir que Spencer siempre parece estar triste, pero yo creo que no. Que es la nariz; que le pesa tanto que tira de su rostro hacia abajo, y le da una expresión como de actor francés, de los de antes. (Se echa un poco hacia adelante, para escuchar). ¿Qué? Sí, claro. Sentarme, claro. No, no. Hoy tampoco quiero echarme en el diván, doctora. No estoy a gusto en el diván, ya lo sabe. Usted me mira desde arriba, apuntando en su bloc de notas, y yo no sé qué decir. Bueno; lo cierto es que nunca sé muy bien qué decir, por eso hablo tanto. Mi Johnny dice que eso es un defecto que tenemos todas las personas; que hablamos mucho y no decimos nada. Yo prefiero hacer como siempre, doctora, si no le importa. Prefiero sentarme en la silla, y así la tengo a usted enfrente mía, y puedo mirarle a los ojos. Ahora que caigo; usted lleva gafas... No sé; se me ha ocurrido que quizá las gafas también te ayuden a aislarte un poco...

Faith cuelga el bolso en la pata de la silla y se sienta.

¿Cómo debe ser? (Ríe) Pensaba, doctora, en cómo debe ser intentar besar a un hombre con una nariz tan grande. ¿Se llegará bien a los labios? ¿Usted ha salido alguna vez con alguien con una nariz muy grande? ¡Uy, perdón! Lo siento, qué indiscreta soy. No, no quería... Ya sé que soy yo la que debe hablar. Perdone. Y ya puestos, pienso que también tiene su cosa el intentar abrazar a una mujer con las tetas tan grandes como las de la negra del metro. (Intenta hacerse a la idea) ¿Sabe? Yo, yo llevaría peor lo de no poder abrazar a mi pareja. Peor que lo de los besos. Porque; al fin y al cabo, un beso lo puedes dar en la mejilla... Pero no poder abrazar a aquél a quien quieres... Debe ser frustrante. Claro que si no te llegan los brazos, pues ya me contarás... (Escucha, atenta a su interlocutora). Pues... no sé. No sé dónde nos quedamos en la última sesión. Debe tenerlo usted apuntado ahí, en su bloc; ¿No? Ah, que le cuente lo que yo quiera... ¿Pues no le digo? Si me hace a mí hablar y hablar, sin orden ni concierto, no sé lo que soy capaz de contarle. ¡Cualquier cosa! No sé... ¡Ah, sí! Sí. Ya he terminado de ir a la rehabilitación. Mi fisioterapeuta dice que casi he recuperado toda la movilidad del brazo. Dice que tengo mucha suerte, que de como estaba cuando salí del hospital, a como está ahora... No olvide, doctora, que mi Johnny me lo rompió por tres sitios (Mira su brazo y lo mueve, casi como si le costase creer que aún está ahí). Y ya casi no me duele. Dentro de poco podré empezar a reducir la dosis de los analgésicos. No me gustan las pastillas. Detesto las pastillas. Lo paso fatal para tomármelas. Tengo, tengo que deshacerlas en agua y añadir un poco de azúcar y, aún así, se me quedan aquí en la garganta, a veces, y no pasan. Yo decía; ¿Sabe? Yo le decía a mi médico que si, en vez de las pastillas, no podría tomarme algún traguito de bourbon, de vez en cuando. Cuando doliera. (Ríe). No, mujer, es broma. No puedo tomar alcohol, me sienta fatal. Soy, soy capaz de emborracharme con un pedazo de tarta al whisky. ¿Sabe que mi médico, no sé si se lo he contado, sabe que se llama doctor Waksman? Doctor Waksman, sí. Pero como el pobre tiene frenillo, y cecea al hablar, cuando pronuncia su nombre parece que dice Walkman, en lugar de Waksman. Yo le decía: “Doctor Walkman; ¿Puede usted ponerme algo de Elton John?” Y él se reía. Cada vez que yo le hacía el chiste. Es muy agradable, el doctor Walkman. Muy simpático. Pero muy feo. Claro que de eso no tiene la culpa, el pobre. Sí, si tengo noticias de mi Johnny. Su hermano Frank fue a verle, a la cárcel, la semana pasada. Dice que está muy desmejorado. Muy delgado... ¡Dice que se ha hecho un tatuaje, aquí, en el brazo! ¡Un tatuaje, como los presos de las películas! ¿Qué se habrá tatuado? Frank no me lo quiso decir. ¡A lo mejor se ha tatuado mi nombre! ¡Seguro! Porque debe echarme de menos, claro. Mi Johnny no es mala persona, yo siempre lo he dicho. Lo que pasa es que no sabe beber. Bueno; y que vivir conmigo también tiene su aquél, claro. Me tiene preocupada, mi Johnny. No sé; tanta gente metida allí dentro, revueltos... Y cada uno de su padre y de su madre... Que puede pillar cualquier cosa. ¡Una, una hepatitis, o algo así! ¡Y mi Margaret cumplió años anteayer! Seis, cumplió seis añitos... Está más bonita... ¡Para comérsela! ¡Espere, que le voy a enseñar una foto de mi Margaret! ¡Ya verá, ya!

Faith rebusca en su bolso y, al cabo, saca un monedero. Lo abre y enseña la foto de su pequeña.

¿Ve? Está guapa mi bizcochito; ¿Verdad? Yo no sé a quién habrá sacado los ojos así, tan azules. Yo no tengo los ojos azules, y mi Johnny menos. Y no recuerdo que nadie de mi familia tenga los ojos de un azul tan... No sé; de un azul tan puro, tan bonito. Pienso que nunca estamos de acuerdo con lo que tenemos; ¿No le parece? La gente que tiene los ojos bonitos siempre se queja de que los demás sólo se fijan en ellos, y en nada más. ¿Se ha dado usted cuenta? Y yo pienso que deberían estar agradecidos. Yo creo que los ojos hablan más de una persona que cualquier otra parte de su cuerpo. Y por eso, por eso creo que hay gente que se empeña en ocultarlos. Hay, bueno, hay gente que baja la cabeza cuando se dirige a ti, o que desvía la mirada cuando habla... Y luego hay gente que gesticula mucho. (Hace aspavientos con sus manos). Mueve, mueve así las manos, como los magos, o como los italianos de las películas. Como para que te fijes en sus gestos y no les mires a la cara. A mí eso me pone muy nerviosa. Mi madre me enseñó que hay que mirar de frente. Por eso no me gusta el diván. Y eso que yo he pasado mucho tiempo con la cabeza gacha. Pero bueno... Ayer hice un bizcocho, de chocolate, y mi Margie me estuvo ayudando en la cocina. Se puso... (Ríe). Se puso perdida, claro. Toda la cara llena de chocolate, y las manos, y la ropa... ¡Qué trasto! Nos lo pasamos muy bien, las dos juntas. Es curioso; pero mi niña ya no pregunta por su padre. No creo, por Dios, que le haya olvidado, pero quizá ya no le inquieta tanto que él vuelva. Después de todo; los niños son, son como de goma; ¿Me entiende? En más de un sentido... Una vez leí que un crío se había caído desde una ventana de un cuarto... ¿O era de un quinto piso? No sé, una burrada... ¡Y no se había hecho ni un rasguño! ¿Puede creérselo? Un milagro, dirá usted. Yo digo que son de goma. A lo mejor las heridas de dentro, esas que no se ven, cicatrizan después en ellos... No sé. El otro día mi Margie hizo un dibujo, en el colegio. Muy bonito, con muchos colores. Le habían pedido que pintase a su familia y ella nos dibujo a las dos. Sólo a las dos. Su padre no aparece por ningún lado. Yo no le pregunté, qué quiere que le diga, doctora. Me limité a ponerlo en la puerta de la nevera, sujeto con un imán. En fin... ¿Sabe, sabe una cosa? Venía leyendo en el metro una revista, una revista de esas de divulgación científica... Alguien debió dejársela olvidada en el asiento, yo no puedo malgastar mi dinero en revistas, y mucho menos científicas. El caso es que venía un artículo acerca de las hormigas... ¡Se lo juro, de las hormigas! Me pregunto cómo es posible que haya alguien que tenga como profesión estudiar a las hormigas... ¡A las hormigas! Y además, digo yo; ¿Para qué? ¿Qué saca nadie en claro estudiando a las hormigas? No puedo entenderlo. El caso es que el artículo decía cosas muy curiosas. Por ejemplo; que las hormigas son el insecto más listo, el más organizado, el más trabajador, el más numeroso y fecundo. ¿Sabe que son más antiguas que los humanos? ¿Sabe que, por ejemplo, las hormigas sólo pueden caerse de su lado derecho? Se lo juro, lo dice tal cual. Digo yo; ¿Quién asegura eso? ¿Es que algún tipo se ha pasado las horas muertas mirando a las hormigas, a ver si es cierto que todas se caen del mismo lado? ¡Venga ya! Esto viene a cuento porque yo cada día soy más escéptica, doctora. Pues no sé; con todo, en general. Escéptica. Así; sin más. A ver; ¿Por qué tengo yo que creerme que el hombre está emparentado con el mono? ¿Eso quién lo dice? Si fuera con el cerdo, pase. Pero con el mono... Por otra parte; el ser humano tiene la costumbre de elaborar teorías con el único fin de echar por tierra las que ya existen, me parece a mí. Si uno dice que la mantequilla es buena, siempre habrá otro que diga que es perjudicial para, yo qué sé, para el colesterol o, o para algo. Si una cree en Dios, ya vendrá alguien a decirle que no, que Dios no existe. Que sólo somos un montón de sustancias químicas, bien mezcladitas... Ya no sabe una en qué creer, así que lo mejor es hacerse escéptica. Debería fundar un partido político; “Unión de Escépticos”. Claro que la política me suscita un escepticismo de la leche, así que debería abandonar el partido casi al mismo tiempo de fundarlo... Que no, que no. Que a mi parecer; vivimos muy engañados, doctora. Mire, por ejemplo; la televisión. Cuando anuncian las cremas esas anti edad: “Resultados visibles en el ochenta por ciento de las mujeres”. O sea; que si te toca ser de las del veinte por ciento restante, estás jodida; ¿No? O la teoría esa de que el chocolate es afrodisíaco. El chocolate no es afrodisíaco; sólo produce remordimientos. Claro que no sé por qué estoy diciendo esto porque, después de todo, yo creo en Dios, doctora. Bueno, no sé si realmente creo en Él, o lo que me pasa es que padezco del sentimiento de culpa típico de mi represiva educación católica. No, la frase no es mía. Es de Paul, mi primer novio. Le he hablado ya de Paul; ¿No, doctora? El comunista sindicalista. Cuando yo le conocí llevaba el pelo largo y barba, e iba a cambiar el mundo. En fin, ya sabe usted; cuando uno tiene quince años es fácil pensar que el mundo puede cambiarse. (Ríe). Acabó casándose con una compañera de instituto. Con la dentona de Liz Robbins... Por la iglesia, naturalmente. Y tuvo un par de hijos. Creo que ahora trabaja en un banco... Bueno; pues la frase es suya. Hablaba muy bien, Paul. Tenía una voz muy bonita. A mí siempre me han fascinado las personas con una voz bonita, pero me han dado siempre algo de miedo. Es como, es como si fueran capaces de hipnotizarte... Porque la voz es un instrumento, y los instrumentos están ahí para ser utilizados. Así que es lógico que un sindicalista tenga una voz bonita; ¿No? Una duda que yo tengo, doctora; ¿La Serpiente del Edén sería también sindicalista, o era sólo que tenía una buena voz? No, no, no me mire con esa cara. Después de todo; lo que hizo fue incitar a Adán y Eva a que se rebelasen contra la patronal. Y así les fue... Seguro que esa Serpiente ahora también trabaja en un banco. Sí; tiene usted razón, estoy divagando. ¡Pero yo ya se lo advertí, que conste! Que si usted me deja a mí a mi aire... ¿Qué? ¿Qué por qué le he pedido que cambie la hora de nuestra sesión? ¡Qué tonta, si aún no se lo he dicho! Perdone, no sé dónde tengo la cabeza. Pues porque he empezado a trabajar, doctora. Hace una semana. Me va... bien, supongo. Todo lo bien que le puede ir a una en una fábrica de enlatado de conservas, digo yo. De todas formas; a estas alturas, el hecho de tener un trabajo ya es como para sentirse afortunado. No sé; bien, ya le digo. Entro a las ocho de la mañana, y salgo a las cuatro de la tarde. Estoy en la cadena de vacío. Las compañeras son simpáticas y el encargado es un hombre muy agradable. No, no, con el brazo bueno me apaño bien, de verdad. Yo no puedo permitirme estar de baja; ¿Quién le daría de comer a mi Margie? No, no. El subsidio del estado también se agota, doctora. ¿Qué? Perdone; no le había entendido. Sí, mi hermana continúa viviendo con nosotras. Y no creo que se mude, al menos de momento, lo que es una bendición. Si no fuera por ella, no sé cómo me las apañaría con Margie. Mi hermana continúa saliendo con ese chico del que le hablé; Bob. Parece muy buena persona, y tiene un buen trabajo. Aunque también parece un poco lelo. ¿Cómo? ¿Buscar otro trabajo? ¿Yo? Quite, quite, doctora. ¿Dónde voy a ir yo? ¿A fregar escaleras? ¿A limpiar en una casa? ¿De baby sitter? Yo no tengo estudios, doctora. Ni están ahora las cosas como para andar jugándose el pan. ¿Qué? ¿Que si tengo alguna habilidad especial? Sí; me sienta bien el azul, no te jode. Perdone, se me ha escapado. Deje, deje, de verdad. Estoy bien como estoy. ¿Qué habrá pasado con la mujer del metro? Me estaba acordando ahora de ella. ¿Se habrá suicidado? ¿Qué puede pasarle a una por la cabeza para querer suicidarse? Encontrarse sola, supongo. No hay nada peor que la soledad; ¿No le parece? A lo mejor es eso; que está sola, la pobre. Que sufre de falta de cariño. Que no tiene quien la abrace. Bueno, y aunque tuviera a alguien, con esas tetas... La vida es como es, que dice mi Johnny.

Yo tenía un sueño, de pequeñita. Soñaba que tendría muchos hijos, y un marido guapo y cariñoso. Tendríamos un piso en Londres, y a lo mejor una pequeña casita en el campo. Me veía yendo a comprar al mercado y hablando con las vecinas, de jardín a jardín... Me hubiera gustado ser cocinera y quizá, por qué no, tener mi propio negocio. Un pub pequeño, donde se sirvieran comidas caseras. Mi Johnny tiene mucho don de gentes; ¿Sabe? Además de ser un gran mecánico, tiene un pico de oro. Y eso es lo que hace que los clientes vuelvan; ¿No le parece? Cuando le fue mal en el taller, podría haberse venido al pub, o... ¡No, mejor! ¡Podría haber sido él quien hubiera dejado el taller, antes de que le echasen! Quizá nos hubiera ido mejor... Pero eso nunca lo sabremos, claro. Porque como dice mi Johnny, la vida es como es. ¿Usted es creyente, doctora? ¡Ay, perdone, ya lo he vuelto a hacer! Disculpe. No, si yo se lo preguntaba porque mi vecina, la señora Neville, me contó el otro día una cosa... Bueno; es una tontería, usted verá, pero me ha dado que pensar. Verá; la señora Neville es una ancianita típica inglesa. De las estándar, que diría mi Johnny. Es una mujer chiquita y arrugada, de ojillos pequeños y vivos, y de pelo gris ceniza, recogido siempre atrás, en un moño. Es la amabilidad en persona; se deshace en sonrisas al hablar. No sé si a usted le pasa, doctora, pero a mi no me gusta la gente que sonríe tanto. Siempre creo que la gente que más se esfuerza por ser amable, es la gente que más tiene que ocultar. A veces no puedo evitar pensar que la señora Neville esconde algún secreto terrible... No sé, algo así como que hace tiempo se cargó a su marido, y guarda sus restos momificados en el salón. Como Norman Bates con su madre. En fin; el caso es que la señora Neville me contó que el Domingo pasado había asistido al funeral de su cuñado, en Gloucester. Su cuñado había pedido ser incinerado y, al término de la ceremonia; les dieron los restos en una urna, que se llevaron a casa. La hermana de la señora Neville debe ser bastante mayor que ella, y seguramente se le está yendo la cabeza a la pobre, qué pena llegar a viejo; ¿No le parece? Bueno; pues cuando llegó a casa reanudó sus rutinas habituales; porque la vida sigue, claro, y hay que tirar para adelante. Total; que la señora Neville me contó que su hermana le había llamado el otro día por teléfono, echa un mar de lágrimas. Parece ser que, al ir a cambiarle la arena del cajón a su gato, se había equivocado, y lo había rellenado con las cenizas de su difunto esposo. Imagínese, doctora, los restos mortales del pobre señor empapados en meados de gato. Que por eso le preguntaba yo si usted es creyente. Porque si es verdad que todos tenemos un alma, la del pobre hombre debe estar bastante cabreada; ¿No le parece? Es una cosa terrible, esto de la muerte, creo yo. Pensar en ello me da escalofríos.

¿Cómo? ¿De verdad que no le había contado nunca que me hubiera gustado tener una casita en el campo? Vaya... Pues sí. Quizá es porque, de niña, pasaba largas temporadas en casa de mis abuelos. Mi abuelo era campesino y tenía unas pocas tierras. Nada muy grande, no se crea, pero les daba para vivir. Recuerdo una vez que estábamos jugando y me picó una abeja... Me hinché, me hinché y me faltaba la respiración, y tuvieron que llevarme al hospital. Entonces; mi abuelo arrancó todas las flores. Porque mi abuelo plantaba flores, combinándolas con la cosecha, para atraer a las abejas. Las abejas se comen a las orugas y así se controlan las plagas; ¿Sabe, doctora? Bueno; pues arrancó todas las flores. A mí me dio mucha pena. Claro que entonces yo no comprendía que, a veces, hay que hacer sacrificios, si se quieren evitar males mayores. Una tiene que callarse, después de la primera bofetada, si quiere evitar que le den la segunda. Mi madre siempre decía que es una gran desgracia ser mujer. Yo creo que no. Yo creo que la vida es como una partida de cartas, y que sólo depende de la mano que lleves. Hombre; si llevas mala mano estás jodida, claro. Pero también es lo que digo yo; que ninguna racha, ni buena ni mala, dura para siempre; ¿No le parece? Mi hermana dice que es una cuestión de Karma. ¿Sabe usted lo que es el Karma? ¡Ah! Bueno; pues yo no lo sabía, así que me fui a buscar la definición al diccionario. Escuche, escuche, que me impresionó tanto, que me la he aprendido de memoria. Verá, ehem; “Karma: En las religiones de la India, mecanismo de retribución de los actos al que está sometido cada individuo y que condiciona su futuro escatológico.” Su futuro escatológico; ahí es nada. O sea; que depende de lo que hayas hecho en tus vidas pasadas; así te va a tocar, o no, un futuro de mierda. (Ríe). ¿Qué? ¿Cómo dice, doctora? Ah, que escatológico “también se usa para tratar lo concerniente a la vida de ultratumba”... Anda; quién lo diría... Pues ni idea; mire. ¡Hay que ver cuánto sabe usted, doctora! Qué envidia me da la gente tan lista. O bueno; la gente tan culta, la gente que sabe tanto... Yo no he podido, pero mi Margie sí que va a acabar sus estudios. Aunque me cueste la vida. Me gustaría que fuera médico, o abogada... Y quiero que viaje, que viaje mucho. Es una gran cosa eso de viajar, y conocer mundo; ¿No le parece? Claro que para eso hace falta mucho dinero. Mi hermana se fue de vacaciones hace unos años a España, a un sitio que se llama La Costa Brava, o algo así. Le gustaron el sol y la playa, pero decía que era como estar aquí, en Gran Bretaña. Con la única diferencia de que la gente allí va desnuda por la calle. No, no en toda España, imagino. Supongo que sólo allí, en la Costa, en La Costa Brava. Bueno; pues decía que se gastó una pasta. Teniendo dinero, creo yo, puedes hacer casi cualquier cosa. ¿Qué? ¡Hombre, claro que el dinero es lo más importante de este mundo, hágame caso! Hay gente que dice que el dinero no da la felicidad. ¡Tonterías! ¡Claro que no la da! ¡Con el dinero se compra la felicidad! ¿Usted no lo cree así? Pues déjeme decirle una cosa; doctora. Yo creo que todos, en general; somos, somos unos hipócritas; ¿No le parece? Si yo a usted le pregunto ahora mismo si prefiere vivir siendo asquerosamente rica, o pobre como una rata... Bueno; pues ignoro lo que me contestaría, así, de primeras; pero estoy segura de saber con cual opción se quedaría ahí, en su interior. Yo sí; yo sí se lo digo sin rubor ni vergüenza: a mí me gustaría ser asquerosamente rica. Y me gustaría ser más alta, y más joven, y tener el culo más firme y el vientre plano. Y no me gustaría seguir viviendo de alquiler, en un piso de mierda, ni tener que seguir viajando en el metro. Ni mirar a mi hija sin saber si mañana voy a estar junto a ella, si voy a poder seguir cuidándola. ¿Que por qué? ¿Por qué digo esto? ¿Me toma el pelo? ¿Sabe lo que pasará cuando mi Johnny salga de la cárcel? ¿No? Pues yo se lo diré; que vendrá a buscarme. Ni orden de alejamiento, ni nada. Mi Johnny vendrá a por mí. Porque lo único cierto en esta vida es que los hombres jamás nos dejan del todo. Jamás nos dejan. Y cuando mi Johnny salga; no podré esconderme. Y si sólo va a por mí... Bueno; pues vale. Pero si va a por mi Margie... Pues entonces seremos; o él o yo. No, no. No me mire así. Me mira como si estuviera mal de la cabeza. No soy una loca. Sólo soy una mujer. ¿Tiene usted hijos? Sí; esta vez le pregunto a propósito. ¿Tiene usted hijos? ¿No? ¡Ah, vaya! Qué curioso... Pues verá; es algo que he observado, doctora. Cuanto más humilde, más pobre, más analfabeta y simple es una; más hijos tiene. Cuanto mejor está situada social y económicamente... Pues eso; menos hijos. Ninguno; habitualmente. Es curioso. Pero no pasa nada; no estoy censurándola. Alguien tiene que perpetuar la especie. A algunas nos toca hacer el papel de hormigas; ¿No? (Ríe). ¡Hay qué joderse! No, pensaba en cómo es posible que alguien que no ha experimentado determinadas emociones o experiencias, viva de dar consejos sobre ellas a los demás. Como usted; doctora. Pero no se sienta incómoda, que no estoy juzgándola. Es ésta vida, que no la entiendo muy bien. Nada más.

Yo tuve dos abortos antes de dar a luz a mi Margie; ¿Lo sabía, doctora? ¡Ah, claro; que viene en el dossier que le pasaron los de los Servicios Sociales! Pues sí; dos abortos. A mi primer niño lo perdí un diez de Febrero. Mi Johnny llegó a casa a las tres de la mañana, borracho. Discutimos. Me dio de puñetazos; la mayoría en la barriga. Parte de ese crío se fue por la taza del váter del piso en el que entonces vivíamos. (Sonríe, tristemente). Pasé el catorce de Febrero, el Día de Los Enamorados, tumbada en la cama de un hospital. Cuando perdí al segundo, mi Johnny estaba trabajando en Liverpool. Les habían encargado montar unas máquinas y tuvo que irse. Porque no sé si le he dicho ya que mi Johnny es muy buen mecánico. Ese día yo estaba comprando, en el mercado. Oí un grito a mi lado, y una mujer me tomó del brazo y me hizo mirar hacia abajo. A mis pies había un charco de sangre. Yo no me di ni cuenta; se lo juro. Nunca he sabido qué pasó. Pero esa criatura también se me fue. Era Junio. Mire, bien pensado; sí que va a servir de algo aquello de estudiar a las hormigas. Aunque lo mío no es que tenga mucha explicación, que digamos. Déjeme preguntarle algo; ¿A usted le gustaría tener los ojos azules? No, no; es una tontería. Pensaba que mi Margie es tan distinta a mí; que quizá su destino no tenga nada que ver con el mío. Quizá su Karma no le depare un futuro de mierda, como a mí, y sea todo aquello que yo quiero que sea, y todo aquello que ella quiera ser. Igual estaría bien que fuera lesbiana... No sé; otra vez estoy divagando. Le advertí de que no era buena idea dejarme hablar a mi aire. Le miro a la cara a usted, doctora, y puedo ver que está deseando echarme. La he molestado, sin duda. No era mi intención, puedo prometérselo. Pero a éstas cosas se arriesga uno cuando sienta en una silla a una persona, y le pide que desnude su interior. Y yo, que hablo mucho. Que hablo demasiado; ¿No, doctora? Usted perdone. Mire; le voy a contar algo gracioso. Yo tengo la costumbre de salir al parque con mi hija a poco que un rayo de sol asome. Es una costumbre muy inglesa esta; ¿No le parece? Yo creo que por eso ha sido lo de las Colonias, que nos hemos pasado la vida buscando el sol. O quizá huyendo de nosotros mismos, de nuestras nieblas y de nuestras brumas. El caso es que cerca de mi casa hay un parque, pequeño. Es la nueva onda en el urbanismo; ¿No cree? Hacer más parques. Y más glorietas. El caso es que el año pasado, y cumpliendo con el ritual; comenzamos a frecuentar ese parquecito. A las horas en las que lo hacíamos coincidíamos con un hombre joven, guapísimo, de pelo negro frondoso y ojos almendrados. De piel canela y manos grandes. Cómo me gustan los hombres con las manos grandes, doctora. Las manos es lo primero que miro en un hombre. Bueno; y el culo, claro. El caso es que aquel hombre llevaba a un niño al parque, de la misma edad de mi Margie, calculo yo, a la misma hora a la que íbamos nosotras. Yo me sentaba en un banco, a comer pipas, y él se enfrascaba con algún libro en algún otro banco, nunca muy lejano al mío. Yo mondaba y mondaba las pipas, y él hundía la nariz en su lectura. Cuando yo levantaba la mirada hacia él, y él me descubría, yo aceleraba el ritmo, y me ponía perdida con las cáscaras. Cuando pasaba lo contrario; cuando era yo quien le cazaba observándome a hurtadillas, él se removía inquieto, y fingía estar muy concentrado. Pero concentradísimo; ¿Eh? Hasta que un día mi Margie, con la candidez y la inocencia propias de los niños, se hizo amiguita de aquel crío. Y me lo vino a presentar; ¡Como su novio! Imagínese, doctora. Y detrás de mi Margie, y de mi futurible yerno, apareció aquel hombre guapísimo. Y nos presentamos, y se sentó a mi lado. Olía a limpio. A jabón y a un toque de colonia. Tenía dientes blanquísimos aunque sonreía poco, si bien lo hacía con una sonrisa casi infantil. Charlamos. Yo dije muchas tonterías, creo. Y él dijo muchas más; de eso estoy segura. Coqueteamos, como dos colegiales. Yo tenía las mejillas ardiendo, doctora, se lo prometo. Me sentía como una quinceañera boba. Supongo que estaba henchida de orgullo, porque a todas nos gusta suponer que somos irresistibles. Capaces de conquistar a un pedazo de hombre como el que tenía yo a mi lado entonces. Los niños jugaban, y nosotros hablábamos. Me propuso tomar algo en una cafetería cercana, y seguir charlando. Acepté. Me resultaba muy agradable pasar un rato tranquila, mirando de frente a alguien y, durante un rato, olvidarme de recibos, de problemas, de discusiones... Usted ya me comprende. Y a lo mejor hasta comencé a fantasear, suponiendo que existía la posibilidad de que tuviéramos una aventura, fugaz, prohibida, romántica e imposible. Hubo un instante en que nuestros dedos se rozaron; nada, fue apenas un segundo, pero a mí se me aceleró el corazón, se me desbocó. Él se dio cuenta, por supuesto. Y tomó mi mano entre las suyas. Y entonces me asusté, usted verá, y la retiré. Y como soy tan bocazas como soy, que a cuenta de eso viene toda esta historia, pues le dije que no se equivocase conmigo, que yo era una mujer casada y que no iba a ser infiel a mi marido... Y no sé cuantas cosas más. Él me pidió disculpas, me dijo que yo le había malinterpretado, que él también tenía una relación estable y que no era su intención. Sacó su billetero, y de él una fotografía que me mostró. Me sentí algo confusa, porque me tendía la foto de un hombre, rubio, de grandes bigotes... Se me parecía, se va usted a reír, se me parecía a Astérix, el personaje de cómic. Me dijo que era su pareja. Así que mi pedazo de hombre, tan guapo, era gay; ¿Se da cuenta doctora? (Ríe). Pues que quedé como una idiota. ¿Qué? ¿El niño? El niño era hijo de su novio, que había estado casado antes de conocerle. Así que ya ve; no me tome usted demasiado en serio, porque yo hablo demasiado. Para luego no decir nada, claro. No sé, no sé cómo vamos, con la sesión digo, supongo que al haber llegado un poco tarde, debemos estar casi acabando; ¿No, doctora? Ah, que aún nos queda un ratito... Bien. Parece... Parece que estos días hace mejor tiempo; ¿No? Al menos; ha salido el sol. Hace un frío del demonio, pero ha salido el sol. Los días así están para salir a pasear, al parque; ¿No le parece? Están para aprovecharlos con la familia. (Sonríe, tristemente) Con la familia... Oiga; doctora. ¿Usted cómo, cómo cree que estoy? Quiero decir; ¿Me encuentra usted mejor? ¿Me estoy recuperando? ¿Está sirviendo esto para algo? Porque yo no quiero engañarla, doctora, pero es que no las tengo todas conmigo. Yo no sé si esto de sentarme aquí a charlar con usted tiene alguna utilidad. Sí; yo me desahogo, estamos de acuerdo, pero... ¿Cómo? ¿Que si a mí me sirve de algo? Verá; doctora, no esperaba yo que usted contestase a mi pregunta con otra. Pues... No sé. Supongo que sí. Al hablar de las cosas, al sacarlas afuera, parece que les restas una parte de su importancia; ¿No? Es como... Verá; a mí me sucede en ocasiones que tengo aquí dentro, en mi cabeza, algo que me da vueltas y vueltas, y cuantas más vueltas da, va creciendo más y más; ¿Me entiende? Y entonces se me agarra al pecho, y me da así como una angustia... Y luego, cuando hablo de ello, cuando se lo cuento a usted, por ejemplo, o a mi hermana, pues es como que se deshinchara, como que ya no fuera tan grave. Llego a pensar: “Qué boba, si después de todo no es para tanto”. No; es que me preguntaba si aún me queda mucho de terapia. Sí; ya sé que la ley marca un plazo, y que aún no lo hemos cumplido, pero como usted puede prorrogar ese período, si lo considera oportuno, pues... ¿A mí? Pues la verdad es que a mí me da igual, doctora. Eso debe decidirlo usted; ¿No? Usted es la especialista... Ah, bueno, claro. Que ya lo veremos con la evaluación. Pues ya lo veremos con la evaluación... ¿Y falta mucho, para la evaluación esa? Ah... Ya. Voy a, estaba pensando que no voy a coger el metro en la estación de siempre. Voy a ir paseando hasta la próxima. Mañana voy a cocinar bacalao, y quiero parar en una tienda que conozco, porque tengo que comprar algunas cosas. ¿Sabe, sabe que dicen que donde mejor se cocina el bacalao es en Noruega? Yo pensaba que era en Portugal, pero parece ser que no, que es Noruega. Otra cosa igual; ¿Eso cómo se sabe? ¿Hay alguien que se dedica a ir viajando de país en país, probando la comida? (Pone voz de falsete) “Hum, la pasta en Italia, la carne en Argentina, el bacalao en Portugal... ¡No; quita, quita! Mejor en Noruega”... (Ríe). ¡Ay, doctora! Lo que yo le diga... Cada día más escéptica.

Faith se levanta de la silla. Se alisa el vestido y finge revisar por encima su bolso. Cuando ya no se le ocurre qué más decir; se apodera de ella la misma sensación que tenía al principio. Aquellos nervios mal disimulados.

Bueno; pues... Pues entonces me voy a ir; ¿No le parece, doctora? Porque ya sí que debe de ser la hora... Y no quiero que me cierren la, la tienda... Entonces, entonces hasta la próxima cita; ¿No?

Faith se da la vuelta. Hace ademán de salir, pero algo le hace girarse.

¿Qué? ¿Cómo dice, doctora? ¡Ah, sí! Sí, no se preocupe por mí. Estaré bien...

Oscuro.

(Este monólogo se estrenó, en su versión en español, en Madrid, en la sala "La Tirana Malas Artes". El 17 de Abril de 2010)

viernes, 19 de marzo de 2010

Espejito, espejito

La muerte de la tía Ágatha fue lo único que consiguió reunir de nuevo a toda la familia. Resultaba un tanto extraño observar cómo la parentela se congregaba en torno a la infinita mesa de caoba que presidía el despacho de la difunta. Era como ver a los pájaros aquellos que acosaban a Tippi Hedren en la película de Hitchcock, pero vistiendo de Prada.
El señor Banner, abogado, miraba con ojos de besugo a uno y a otro lado. Sin duda se preguntaba si era posible que alguien estuviera emparentado con un número tal de personas que, puestas de acuerdo, hubieran podido invadir un país pequeño. Carraspeó un par de veces, con el propósito de obtener un poco de silencio. Y es que los llantos, los lamentos, y los mocos sorbidos a intervalos habían alcanzado la cadencia rítmica que probablemente emita un coro de hienas a punto de engullir carroña.
Cuando por fin se acalló el alboroto, el abogado retiró con su pañuelo una gruesa gota de sudor que había estado haciendo equilibrios en la punta de su nariz y dio comienzo a la lectura del testamento, si bien el discurso se vio interrumpido de cuando en cuando por algún “qué buena era”, varios “cuánto amor albergaba su corazón”, bastantes “siempre se van los mejores”, y no pocos “yo era quien más la quería”.Con todo; el señor Banner no tardó demasiado en formalizar tan delicado trámite. Resumiendo mucho; diré que la tía Ágatha no nos había dejado nada.
A nadie.
Su dinero iría a parar a obras de caridad, la casa se subastaría, las joyas y las piezas de arte se donarían a los museos, y las cenizas de la difunta se esparcirían al viento; “no vaya a ser” – cito textualmente – “que alguno de éstos cretinos las utilice para cubrir con ellas el fondo de la bandeja de sus gatos”.
El revuelo fue considerable, claro. Y la sensación general la resumió la prima Gladys de forma admirable con un contundente “quéhijaputa”.
Apuré el vaso de bourbon que Elizabeth, la fiel ama, me había deslizado en la mano nada más llegar y, encantado de contemplar el efecto que la vieja había provocado en aquel montón de alimañas, cogí mi abrigo y me marché.
Me entretuve un rato en el jardín charlando con Mathew, el chofer, un ancianito encantador, que tenía unas cataratas tan opacas como cortinas de baño y que presumía de conducir de oído. No tuve valor para decirle que lo que estaba abrillantando no era el Bentley, sino el cochecito del jardinero.
Aquella misma noche tomé un vuelo de vuelta a casa. Mientras a través de la ventanilla miraba la oscuridad que reinaba en el exterior, no podía evitar reflexionar acerca de las vueltas que da la vida. Y algunas coristas de Queens.
Mi familia se había hecho rica con los negocios. Mi bisabuelo Richard, por ejemplo; había demostrado ser un hombre con una gran visión comercial. Comenzó recogiendo cabello por todas las peluquerías de Londres, comprándolo a un par de peniques el kilo, y luego confeccionando barbas que vendía a una libra con cincuenta. Durante la primera Gran Guerra sus barbas fueron muy apreciadas, sobre todo entre los espías que precisaban de un razonable nivel de incógnito; así que hizo una fortuna.
Mi tío abuelo Andrew, por su parte, fue pionero en el negocio de la comida rápida al crear su propia cadena de puestos callejeros de bocadillos de carne. Lo floreciente de su empresa coincidió con aquel período que en Londres se llamó “la temporada sin gatos”. Sin embargo yo; escritor en ciernes, había decidido renunciar a todo y exiliarme a los Estados Unidos con el firme propósito de vivir de mi Musa o, en su defecto, de alguna dama rica con una esperanza de vida lo bastante limitada. Sí, no puedo negarlo; quizá también influyera en la decisión de marcharme de Inglaterra un pequeño malentendido con unos señores de apellido ruso que se negaban a entender que en las carreras, en ocasiones, también se pierde.
Así que acabé viviendo en Nueva York, en Brooklyn, en un apartamento cuyo estado de habitabilidad podía considerarse miserable, cuando no decididamente infrahumano. Por lo que usted comprenderá que cualquier cantidad de dinero, por escasa que ésta fuera, que la tía Ágatha me hubiera dejado en herencia habría supuesto un respiro para mi maltrecha economía. Pero no estaba enfadado con ella, no crea. No dejaba de regocijarme con la idea, tan literaria por otra parte, de que hubiera dejado con un palmo de narices a toda la familia. La anciana debía estar tronchándose, allá donde estuviera.
Pasé el par de días siguiente trabajando en la que, sin duda, será la novela definitiva del siglo XXI: “Cielos; ¿Por qué a mí?” en la que narro, con un fino sentido del humor y una prosa digna de F. Scott Fitzgerald, las tribulaciones por las que debe atravesar un gángster que, en plenos años veinte, quiere triunfar como primera vedette en Broadway, y me encontré tan absorto en la historia que, cuando sonó el timbre de la entrada, ya me había olvidado de la tía Ágatha y de todo. Al abrir la puerta vi a un mensajero en el descansillo, afanándose en sujetar un embalaje que debía medir alrededor de metro ochenta.
- ¿Alfred Robbins?
- El mismo.
- Paquete para usted.
- ¿Para mí?
- Viene de Inglaterra.
Por unos momentos, a qué negarlo, me sentí presa de un súbito temor pero, al cabo, caí en la cuenta de que el cajón no parecía diseñado para contener la cabeza de un caballo, así que me tranquilicé. Por otra parte; obsequiar animales por piezas es más propio de ciertas familias italianas, antes que de las rusas.
Así que firmé el recibo correspondiente y, ayudado por el mozo, coloqué el paquete en mitad del salón. Prendido en la caja había un sobre cerrado que contenía una nota manuscrita. Sorprendentemente; la firmaba la recientemente fallecida. Y decía:
“Estimado sobrino Alfred.
De entre todos mis familiares eres, si no el favorito, sí quizá al que menos detesto. Por esta razón, y tras mucho meditarlo, he decidido que seas el único beneficiario de mi fortuna. No te dejo dinero, propiedades o acciones, así que borra esa estúpida sonrisa de tu rostro. Te lego, en cambio, el mayor de todos los dones: mi espejo.
Ésta pieza ha estado en nuestra familia durante generaciones, y pronto descubrirás por qué. Así que trátalo bien, y úsalo sabiamente.
Un último consejo: no pases tanto tiempo en el baño. Te vas a quedar tísico.
Tu tía Ágatha”.
Un espejo. ¡Me dejaba en herencia un espejo! No podía creerlo. Lo primero que pensé, naturalmente, es que la anciana chocheaba. Pero después caí en la cuenta de que quizá aquel trasto pudiera venderse como una antigüedad, con lo que obtendría esos pavos que me hacían tanta falta. La pieza, de todas formas, era magnífica. El marco, de madera oscura, se hallaba ricamente trabajado, y el cuerpo estaba pulido y brillante. Observé mi imagen, reflejada en él, y por un momento me vi más alto, más joven, y con algo de pelo en la coronilla. O bien los bífidus, por fin, estaban haciendo su efecto, o bien el espejo me mostraba con un aspecto sustancialmente mejorado.
Pero para qué engañarme, decidí. Aquel suntuoso artefacto no encajaba en absoluto con un inmueble que parecía decorado por Norman Bates en pleno brote esquizoide. No había mucho que meditar, entonces. Seguro que encontraba algún anticuario en Chinatown dispuesto a comprarlo. Lo buscaría al día siguiente.
Aquella primera noche la pasé intranquilo. Di vueltas en la cama, sudé como un noruego en una sauna, y soñé cosas extrañísimas. Recuerdo que se me aparecía una vaca calzada con botines de charol que cantaba “Beyond the Sea”.
A la mañana siguiente, guía telefónica en mano, me dispuse a encontrar un comprador. No bien había marcado las primeras cifras del primer número, cuando una voz de trueno resonó en el cuarto.
- ¿Qué haces, insensato?
Me sobresalté, naturalmente.
- ¿Quién anda ahí? – pregunté.
- Soy yo.
- ¿Quién? ¿Quién es yo?
A esas alturas, como ya imaginará, me estaba planteando seriamente reunir todas mis reservas de valor y coraje y salir huyendo por la escalera de incendios entre alaridos histéricos.
- Yo. Tu espejo.
- ¿Mi..?
- Mírame.
Me giré. Miré el espejo. Por increíble que le pueda parecer; le juro que la cara de un hombre aparecía claramente definida en él, y debo decir que se parecía bastante a Tom Jones.
- ¿Qué demonios..?
No pude acabar de formular la pregunta.
- Te saludo, nuevo propietario del espejo.
- ¿Quién? ¿Qué eres tú?
- ¡Vaya, me ha tocado el avispado de la familia! Creo habértelo dicho ya. Soy tu espejo.
- Pero... ¡Hablas!
- Seis idiomas, y un par de dialectos.
Estaba conmocionado, por supuesto. Ningún acontecimiento me había afectado nunca tanto, salvo quizá cuando detuvieron a mi casera, la vieja señora Osborn, acusada de traficar con cannabis para sacarse unos dólares extra.
El espejo observaba divertido mi reflejo, pálido como un chino al bajar de una montaña rusa.
- ¿Guardas algo de alcohol en este cuchitril?
- Eh, no... ¡No me digas que bebes!
- No, idiota. Es para ti. Te sentará bien.
- Pues no. No tengo, lo siento.
- Entonces pégale un lingotazo al frasco de colonia. No te matará, y te calmará los nervios.
Le hice caso y, media botella después, me hallaba al borde del coma etílico y con una total disposición para escuchar la historia que mi nuevo mueble se disponía a relatarme.
Los orígenes del mismo se remontaban a varios siglos atrás y nadie, ni él mismo, los conocía con certeza. Había ocupado un lugar privilegiado en las cámaras privadas de las más importantes familias del mundo durante ese tiempo, y sus consejos habían decidido, en no pocas ocasiones, el rumbo de la Historia. Me contó divertidas anécdotas acerca de los principales mandatarios a los que había servido. Así por ejemplo; de Napoleón decía que era tal su apetito sexual que tenía esposa, amante, varias concubinas y una oveja.
- ¿Y ahora qué hacemos? – Le pregunté.
- ¿Perdón?
- ¿Qué hacemos ahora?
- ¿Quieres decir, amo, que no sabes qué vas a hacer conmigo?
- Exacto.
Me miró como si yo fuera imbécil y, por un momento, debo confesar que me sentí así.
- Imagínate – me dijo – que alguien te dijera que tienes en tus manos los medios necesarios para saber lo que tú quieras. Qué está haciendo ahora mismo, por ejemplo, la persona que tú elijas. Los sentimientos que esa mujer por la que suspiras tiene hacia ti. Qué pasará mañana. Cual será el número del próximo sorteo de la Lotería...
Dios. La tentación era demasiado grande. Ineludible, diría yo. Tenía el mundo en mis manos. ¿Cómo no usar semejante poder?
Supongo que se afiló el colmillo lobuno que mi genética había dispuesto.
Al principio usé el espejo de forma prudente. Espié en la ducha a mi vecina del segundo; una alemana de veinticinco años con las nalgas de una nadadora olímpica, y me presenté en las oficinas de una prestigiosa revista literaria, que ofertaba un jugoso empleo, con la entrevista convenientemente preparada, lo que me proporcionó un trabajo cómodo, estable y razonablemente bien pagado.
Podía ganarme la vida dentro del mundillo literario, lo que me vendría de perlas cuando acabase mi novela, y tenía un artilugio capaz de proporcionarme otra vía de subsistencia si al final ésta fallaba.
Era feliz. ¿Qué más podía desear?
Bueno; había algo. Mi cuenta bancaria estaba por debajo de los números rojos. Quizá pudiera remediar eso, si me ayudaba de un pequeño empujoncito de mi espejo.
Probé con los juegos de azar. Una o dos veces. Gané cantidades pequeñas, lo suficiente como para saldar mis deudas y darme algún capricho. Todo iba bien, al principio.
Pero, por supuesto, la cosa acabó yéndoseme de las manos. Decidí que podía equiparar mi fortuna personal a la de mi familia y, además, en un tiempo récord. ¿Por qué esperar, después de todo? ¿A cuento de qué, ser prudente? Porque; ¿A quién perjudicaba? Es decir; yo no robaba a nadie. Me limitaba a jugar, y a apostar. Sí, de acuerdo, lo hacía con la ventaja de saber cual era el número que iba a salir en la Loto, o el caballo ganador, pero no lo sacaba literalmente del bolsillo de nadie, si usted me entiende.
Así que, al cabo de poco tiempo, abandoné mi apartamento, me mudé a una suite en el Palace y me compré un lujoso descapotable. Encendía los habanos con billetes de veinte dólares.
Tom Jones, desde el fondo del espejo, me miraba con una expresión cada vez más sombría.
- Eres imprudente, amo.
Y yo, por supuesto, le ignoraba. Y pasó lo que tenía que pasar. Los del fisco repararon en el repentino cambio de rumbo de mi fortuna, y empezaron a investigarme. No hallaban explicación alguna a mi súbito incremento patrimonial.
Una aciaga tarde de Otoño, un funcionario con la cara avinagrada se personó en mis aposentos.
Llamó a la puerta, y se identificó. Me apresuré a tapar con una sábana el espejo, por supuesto. No podía permitir que se descubriese mi secreto.
El agente comenzó el interrogatorio haciéndome preguntas aparentemente intrascendentes; mis datos personales, mi profesión, de qué color era el caballo blanco de Santiago...
Pero cuando la cosa comenzó a ponerse seria, los nervios se apoderaron de mi. Sudaba, temblaba y tartamudeaba. No dejaba de lanzar miradas furtivas al espejo. Y el del fisco, más mosqueado que un pavo en el día de Acción de Gracias, acabó por estallar.
- ¿Por qué está tan nervioso? ¿Qué guarda usted ahí?
- ¿Yo? Eh, no, nada. Yo, nada.
- ¿Ah, no?
- No.
- Entonces; no le importará que le eche un vistazo.
- ¿Qué? ¡No, ni hablar!
Se levantó. Y yo tras él. Quiso destapar el mueble. Quise impedírselo. Forcejeamos. Peleamos. Le empujé. Y el destino quiso que fuera a golpearse contra el espejo, que se precipitó contra el suelo. Se oyó el inconfundible sonido de los cristales rotos.
El resto usted ya lo conoce, señor abogado. Me han acusado de atentar contra la autoridad y de enriquecerme de manera fraudulenta, si bien no pueden probar nada. Y yo no puedo defenderme, como usted comprenderá, porque con el espejo roto no puedo probar mi inocencia. Así que he acabado en prisión, encerrado, perdido en un limbo legal del que no puedo salir. Pero debe usted creerme, señor abogado. Debe usted creerme, y debe sacarme de aquí.

lunes, 22 de febrero de 2010

Un dilema salomónico.

Entré en la década de los cincuenta a la vez que mi esposa me dejaba por un monitor de autoayuda de treinta años y apellido búlgaro; lo que fue terrible.
Pasado un mes; ella volvió a mi lado. Lo que fue infinitamente peor.
Sin embargo; para nosotros ya era tarde. Mi vida había tomado un nuevo rumbo. Abandoné mi pasado como un pirata abandonaría un puerto arrasado, o un funcionario del fisco abandonaría a un trabajador autónomo, y decidí encaminar mis pasos en dirección a lo que yo consideraba un destino cosmopolita, mundano, interesante y misterioso. El destino que yo merecía.
Al llegar a los cincuenta, a los hombres se nos mide por lo que yo he dado en llamar mi "escala universal". En un extremo estaría George Clooney; alguien guapo, seductor y carismático. En el otro extremo estaría Homer Simpson.
Sobran los comentarios.
Me mudé a un apartamento frente a Gramercy Park, desde cuya ventana observaba a los neoyorquinos hacer footing, y a las ardillas jugar al póquer. Había tomado la determinación de que mi balanza no iba a inclinarse en modo alguno hacia el lado Simpson; así que teñí mis canas, compré un bono para un solario y me apunté a un gimnasio.
Tuve dificultades al adquirir el equipo para afrontar tan épica hazaña. Primero; con la camiseta deportiva. A esta edad resulta difícil esconder la barriga, así que uno piensa que una prenda de menor tamaño que la talla propia irá bien. Craso error. No sólo no te oculta la panza, sino que, además, te marca escandalosamente los pezones. Y no es eso lo peor. Lo peor es que uno llega a plantearse la posibilidad de adquirir un sujetador deportivo.
Después; el tinte. La falta de costumbre nos incita a elegir cualquiera, sin fijarnos en su calidad. Así que el primer día; cuando llevas veinte minutos dejándote el pellejo sobre una bicicleta estática, descubres con horror que, acompañando al sudor de tu frente, grisáceos chorretones te emborronan el rostro.
Y por último; los rayos UVA. Uno se acuesta en una cama de fibra de vidrio pensando que va a adquirir un bonito color tostado, y lo que acaba pareciendo es un chino untado de azafrán. Por no hablar del sospechoso olor a linimento que desprende la superficie del aparato, y que pone a prueba la resistencia del estómago del más pintado.
Cambié de gimnasio un par de veces, porque no soporto ni hacer el ridículo, ni los espárragos en la ensalada.
En el tercero conocí a Elizabeth. Elizabeth tenía veintiocho años, unos ojos azules inmensos, un largo cabello rubio, y unos senos como cabezas de misiles.
Yo; que he leído a Nabokov y he visto toda la filmografía de Woody Allen, supe desde el principio lo que iba a pasar: acabaríamos teniendo un affair.
Tuvimos nuestro primer contacto, como no podía ser de otra forma; en un banco de pesas. Yo intentaba impresionarla levantando unos cuantos kilos de plomo, y ella me observaba, coqueta. No conseguí levantar el peso pero, en cambio; logré quebrarme un par de vértebras.
Por fortuna; Elizabeth era fisioterapeuta. Así que me colocó una faja ortopédica y me administró un buen chute de calmantes.
En agradecimiento; la invité a tomar un zumo hipervitamínico superprotéico megamineralizado de noventa y ocho octanos.
Así nos conocimos y, desde ese momento, iniciamos una relación que fue estrechándose cada vez más, y que acabó por hacernos prácticamente inseparables.
Yo me sentía feliz, pletórico de energía, y bastante orgulloso de mí mismo, al haber conseguido conquistar a una mujer tan estupenda. Supongo que ella se hallaba fascinada por mi experiencia, mi carisma, y porque sé deletrear equinodermo.
Cuando llevábamos dos meses saliendo, habíamos agotado el repertorio de espectáculos de Broadway, y le habíamos dado un par de vueltas a la edición revisada del Kamasutra, Elizabeth decidió que había llegado el momento de que conociera a su familia.
Por norma general; establecer nuevos contactos sociales suele apetecerme tanto como que me hagan una colonoscopia, pero entendía que habíamos llegado a ese punto en nuestra relación en que debíamos decidir si hacerla oficial o no. Es decir; debíamos elegir entre continuar siendo felices, o meter por medio a sus padres.
Veinticinco años de matrimonio con una católica neurótica de New Jersey me inclinaban a retrasar el acontecimiento todo lo posible. Pero las bolsas bajo los ojos, los pelos de las orejas y la papada que cada mañana me devolvía el espejo de mi cuarto de baño me aconsejaban prudentemente amarrar con uñas y dientes cualquier posibilidad de yacer regularmente con una veinteañera de vientre liso, nalgas apretadas, y la flexibilidad de un junco.
Quedamos un martes, en el Modern. La madre de Elizabeth, doctora en Historia del Arte, trabajaba como asesora del MoMA. Yo hubiera preferido cualquier pizzería, o el Dawat, pero entendí que al citarnos al término de su jornada laboral, el encuentro perdía su estatus de protocolario, y se convertía en algo un tanto informal, muy de agradecer.
Tomamos vino blanco mientras esperábamos. Y a la segunda copa; llegó Karen.
Creo que supe entonces lo que sintió Ulíses cuando Poseidón se mosqueó con él y le tuvo dando vueltas por el Mediterráneo. Noté los truenos a lo lejos, un lamento de coro griego como música di sottofondo, y vi la película de mi vida pasar a toda velocidad por delante de mis ojos. (Por cierto; debo decir que era un film muy malo, con un protagonista que resultó ser un absoluto error de cásting).
Karen era hermosa. Con esa serena belleza que sólo pueden proporcionar la edad, y una cuenta corriente lo bastante saneada. Sonreía con unos dientes blanquísimos y miraba directamente a los ojos cuando hablaba.
A los diez minutos de conocerla supe que; o bien me había dado una apoplejía, o bien me había enamorado. Como mantenía el pulso radial, y no llegué a hundir el rostro en mi plato de risotto de berenjenas, entendí que estaba irremediablemente perdido.
El padre de Elizabeth no acudió a la cita. La relación entre él y Karen se había deteriorado tanto en los últimos tiempos, que estaban planteándose el divorcio. Dios; lo que faltaba.
Debo decir que aquella fue la velada más extraña de mi vida.
Pasé los siguientes días presa de una serie de desquiciadas fantasías y de alocados planteamientos. Pero no podía dar crédito a todo aquello. Yo quería a Elizabeth. Yo adoraba a Elizabeth. Y Karen... Bueno; Karen era su madre.
La nueva vida que recién había estrenado, incluía un elevado protagonismo de los hábitos sanos, entre los que predominaba el consumo de vitamina C. Así que una noche; tras la ingesta de un considerable número de combinados de vodka con limón; tuve una revelación.
Yo casi doblaba en edad a Elizabeth. Además; tan sólo llevábamos dos meses saliendo juntos.
Quiero decir; era inteligente, encantadora, y nuestras relaciones sexuales resultaban fantásticas.
Pero no podía decirse que estuviera enamorado de ella.
Karen, en cambio, era una mujer junto a la que podría llegar a plantearme construir un futuro.
Supongo que únicamente alguien al borde de un coma etílico puede plantearse reincidir en ese marasmo inevitable que es el matrimonio pero, en aquel momento, me parecía incluso lo más sensato.
Ideé la estrategia que sólo un borracho, o un cultivo de bacterias, aceptarían como inteligente y resolví pasar al ataque.
En los días siguientes estudié a Picasso, Warhol o Kandinsky. Me hice el encontradizo con ella varias veces, e incluso le pedí que me guiara por el museo. Llegué a loar las virtudes de un lienzo blanco, pintado de blanco, y rematado con unas finísimas rayas blancas.
Comimos juntos. Tomamos cócteles juntos. Me miraba con sus ojos incendiarios, y yo correspondía a su atención con las mejillas arrasadas de pirómana pasión.
Un par de veces sus dedos rozaron la punta de mis dedos.
En definitiva; me consumía el deseo.
Y al final, una tarde, ocurrió.
Tras nuestra tercera mimosa me acerqué a ella, movido por un impulso, y la besé.
Parecía sorprendida; sí. Abrió los ojos como platos; sí. Y dio un respingo.
Pero no hubo reproches, ni un previsible bofetón, ni gritos. No hubo insultos.
Hundió su mirada en mis pupilas y, tras un leve temblor de su labio inferior, me devolvió el beso.
No recuerdo si pagamos la cuenta. No recuerdo cómo llegamos a mi apartamento. No recuerdo que nos hubiéramos desnudado, ni al reloj de cuco, regalo de mi hermana Margaret, dar las horas.
Sólo recuerdo la pasión, la entrega. Un océano de piel, sudor y saliva.
Fueron unos días maravillosos. Me sentía como un diabético en una pastelería, gozando del tierno bizcocho que era la juventud de Elizabeth y del dulce merengue de la madurez de Karen.
Sin embargo; todo exceso, incluso el de azúcar, acaba por resultar pernicioso. Karen insistía vivamente en que, si quería que continuase nuestra relación, debía poner fin a la que aún mantenía con Elizabeth.
Yo estaba de acuerdo, por supuesto, aunque no acababa de encontrar el momento oportuno para hacerlo.
Por fin; quedamos en un pequeño bistró. Arropados por la música new age, los combinados y la luz de las velas.
Entonces; Elizabeth me dijo que creía estar embarazada.
No pude romper con ella.
¡Qué días, los siguientes!
Ante mi se alzaba, perentorio, un dilema salomónico.
No podía casarme con Elizabeth, porque a quien yo quería era a Karen. Pero si me casaba con Karen, a la sazón abuela de mi futuro hijo, yo adoptaba además del rol de padre, el del abuelo putativo de la criatura.
Seguro que en algún lugar del Limbo Sigmund Freud, una legión de psicoanalistas judíos , y mi vieja tía Maude, se estaban tronchando de risa.
¿Qué hacer?
No podía dormir. Había perdido los nervios y la concentración. Se había resentido incluso mi apetito, llegando a sustentarme, tan solo, con una espartana dieta a base carne, huevos, pescado, fruta, queso y pan blanco.
Llegué a tal estado de estrés que mi pobre corazón no pudo soportarlo, y acabé dando con mis huesos en la Unidad de Cardiología del Hospital Monte Sinaí.
Si alguno de mis lectores piensa que lo más engorroso que podía pasarle en la vida es aliviar los gases de su aparato digestivo en el interior de un ascensor justo antes de que se abran las puertas y entre en él la chica de sus sueños; le diré que no está en lo cierto.
Aún es peor estar tumbado en la cama de un hospital, desnudo y enchufado a un montón de cables, sin posibilidad de escape, con las dos chicas de tus sueños recriminando tu conducta, llamándote cerdo insensible y... bueno; y muchas otras cosas más.
Lo juro.
En aquella cama articulada acabó mi aventura.
Elizabeth, al final, resultó que no estaba embarazada, y fue ella la que acabó por abandonarme.
Y sí. El destino acabó por infligirme un severo castigo. Acabé casándome con Karen.