martes, 30 de octubre de 2012

El ingeniero


La casa estaba en silencio.
Elizabeth se había ido a la ciudad aquella mañana temprano, pues había quedado con las arpías de sus amigas. Primero tomarían el brunch, que alargarían hasta casi las tres de la tarde, y luego se dedicarían a gastar demasiado dinero haciendo compras innecesarias, y seguramente absurdas. A lo largo de su vida Gabriel Stenmaier, el otrora famoso ingeniero, había intentado un sinnúmero de veces entender la manera de pensar y de actuar de las mujeres. Sin éxito, por supuesto.
Lo importante es que, por fin, estaba solo.
El fin de semana habían recibido la visita de sus hijos y de sus nietos. Los adultos habían saqueado la bodega y los pequeños habían disminuido notablemente el número de elementos decorativos de porcelana y cristal de la casa, merced a su juego de pelota.
Gabriel Stenmaier anduvo renqueando, maldita espalda, hasta su escritorio. Se sirvió un vaso de Talisker 18 y bebió un largo trago.
Se sentó y buscó con la mirada el retrato de Elizabeth. Una hermosa fotografía en blanco y negro, arropada por un elegante marco de plata. En el momento en que se lo hicieron, ella debía tener dieciocho o diecinueve años. Había sido una mujer preciosa. De hecho; aún conservaba gran parte de su belleza. Tenía unos enormes ojos de color gris y una sonrisa maravillosa, capaz de fijarse en la retina, como si uno hubiera cometido el desatino de mirar al sol directamente.
En el retrato; ella llevaba al cuello un collar de brillantes del que pendía una hermosa perla con forma de lágrima. La joya dibujaba graciosamente el contorno de la base de su cuello y acababa reposando sobre su escote, expuesto con una coqueta prudencia gracias a un vestido que fue de seda y tul.
Stenmaier apuró el  whisky y se sirvió otro vaso. Abrió el primer cajón del escritorio y sacó su revólver. Comprobó que estaba cargado.
Bebió el licor de un trago. Apoyó la boca del cañón sobre su sien y apretó el gatillo.

viernes, 27 de julio de 2012

Volar

Aquella mañana el horizonte tenía un color azul desvaído, casi sucio. Una fina raya naranja, desdibujada por un jirón de nube, dejaba constancia de que ya había amanecido. Parecía un resto de yema de huevo manchando el plato. 
El sol, el maldito sol, no se dejaba ver por ningún lado.
-Aluego a la una no habrá Dios que pare. – Masculló Castrejón, como si me hubiera leído el pensamiento.
Asentí con la cabeza y me volví un poco de costado, para mirarle. Castrejón era un cacereño nervioso. Era un mozo, casi un niño, pequeño y moreno. Tenía el abundante pelo negro siempre revuelto, pero en cambio, cuidaba su bigotillo de galanzuelo con esmero. Estaba tumbado boca arriba, a mi lado.
-¿Tienes tabaco? – Le pregunté.
-No, paisano. Igual le queda algo al Arteaga. – Vio mi mueca de fastidio. – Pues tú verás, marqués… Como no se lo pidas; no fumas.
Me senté en el saco y aparté un poco, solo un poco, el Mauser.
-Ea, pues no fumo.
-Cagon tó, marqués. ¡No tienes tú orgullo, cojones!
-Ya…
-Ten cuidao, que vas a perder eso…
Me miré al pecho. La insignia estaba abierta. Debía habérseme enganchado en algún sitio. Me la quité de la solapa, inspeccioné el cierre, y cuando hube comprobado que estaba bien, la froté contra la manga de la zamarra y volví a prendérmela. Castrejón había observado todo el proceso con sus ojillos de hurón clavados en mí.
-¿Lo echas de menos?
-¿El qué? ¿Volar?
El mangurrino gruñó un sí.
-No. No creas. – Hizo un gesto, como encogiéndose de hombros. Agarré el Mauser y me lo coloqué sobre las piernas. Nos moveríamos de allí en un par de horas, como máximo, y quería asegurarme de que el cerrojo estaba limpio.
-Pues nada, marqués. Voy a echar una meada y a recoger el petate. – Se levantó, dio dos pasos y antes de echar el pie para el tercero se volvió. – Si quieres; le pido yo el tabaco al Arteaga.
-No; déjalo. Ya no tengo ganas.
Volvió a encogerse de hombros. Dio media vuelta y bajó trastabillando la pequeña loma que quedaba al otro lado de las trincheras, buscando un árbol contra el que aliviarse, más por andar un poco que por vergüenza.
Miré hacia el cielo. Éste era un buen día para volar.