domingo, 10 de junio de 2018

Mi rodilla izquierda

Definitivamente, había sido una mala idea. Debí haber hecho caso a mi rodilla. Mi rodilla izquierda nunca se equivoca, y aquella tarde en el campamento, mientras aquel fulano largaba sobre lo fácil que iba a ser todo, y como los ingleses del demonio iban a caer como moscas y nos íbamos a hacer con el botín como si nada, la rodilla me dolía. Mucho.
Hablaba de aquella manera arrastrada propia de los colonos, masticando las palabras, como si no fuera ya difícil entenderles. Tomaríamos por sorpresa a nuestro objetivo en aquel punto en el que el camino se estrechaba un poco, formando un desfiladero. Les aguardaríamos emboscados, nos cargaríamos a todo bicho viviente y nos haríamos con el contenido del carro, que a la sazón era la paga de la soldadesca.
¡Qué golpe! – decía el malnacido. – Nada puede salir mal.
Es aquí donde el lector se da cuenta de que el tipo no era español. Un español, un español de verdad, nunca dice que nada puede salir mal. Porque si hay algo que tiene claro un español es que si algo puede salir mal, si hay una mínima jodida posibilidad de que algo salga mal, vive Dios que saldrá mal.
Y sí, a priori, la idea no era mala. Una posición privilegiada, a resguardo en la maleza, esa maleza exuberante, húmeda y pegajosa. Una lluvia de proyectiles cayendo sobre los infelices y las bayonetas caladas, dispuestas para destripar a los pocos que aún quedaran en pie. Y luego, a abrir el carro y a desvalijarlo. Y a correr.
Y también está, claro, el asunto militar. El éxito táctico, estratégico, y todo eso. Un operativo militar que hiciese daño al inglés.
Porque debe doler mucho en el orgullo, y de orgullo andan sobrados los casacas rojas, que un grupo de desharrapados, de colonos, indios, negros y españoles, en definitiva; de chusma, te quite la paga de tus soldaditos y te de unos azotes bien dados en tu sonrosado culo.
Pan comido, muchachos.
Así que antes del amanecer ya estábamos en marcha, de camino al lugar por el que pasaría el convoy. Tomamos posiciones. Apenas a tres metros de distancia, apoyada la espalda contra el tronco de un árbol, como yo mismo y como la mayoría de nuestro grupo estábamos, se encontraba mi amigo Montero, un mangurrino de mi edad, canijo y flaco, de piel renegrida y nariz aguileña, que había estado conmigo desde siempre. Nada más asegurarse, encerró la cruz de madera que llevaba colgando del cuello en el interior de su puño derecho, cerró los ojos y rezó en silencio. Aún hoy me resulta algo curioso cuando recuerdo cómo repetía el mismo ritual antes de entrar en faena. Cada vez. Un tipo que blasfemaba tan terriblemente que había conseguido que le echaran de una taberna de puerto.
Aunque, de cualquier manera, bien es verdad que todos nos volvemos devotos creyentes cuando nos jugamos el pellejo. Yo mismo, siempre he llevado encima una medalla de la Virgen del Carmen.
Virgen del Carmen, Patrona del mar.
El caso es que estábamos allí, ocultos dentro de aquella vegetación intrincada, casi obscena. Embriagados por los olores dulzones, que parecían ser sustitutos del propio aire, y cocidos por el calor, un calor húmedo del demonio. Presas de un moderado optimismo, no obstante, porque creo que llegamos a pensar que aquello saldría bien. Vine, vidi y hasta luego. Porque, bien mirado, igual el fulano aquel que nos comandaba tenía razón, y aquello resultaba un paseo. Incluso sobrios, aquella mañana, agazapados y esperando, aquello parecía fácil. Tal vez demasiado fácil.
Tanto, que no fuimos los únicos que nos pusimos al tajo.
Cuando llegaron los ingleses, y se colocaron justo donde los queríamos, se oyó un silbido que no era el que habíamos convenido como señal y unos disparos que no provenían de ninguno de los nuestros. Y comenzó la jarana, y aquel pedazo de selva se convirtió en un pedazo de infierno.
Imagínense ustedes: nosotros intentando acabar con los british, que se defendían bien los cabrones, e intentando responder al fuego que nos llovía de la espesura. Tirando a ciegas, y ocultándonos lo mejor que podíamos para recargar, asunto nada fácil, ni rápido, en aquellas circunstancias. Y entre tanto, el sonido de muchos pum, crack, plaf. El olor a sangre y a pólvora, mezclado con el de la vegetación. Y el miedo. Un miedo vivo, mordiente como si uno tuviera una rata dentro del estómago. En un momento dado, se hizo el silencio. Y aquello daba más miedo aún. Y luego, gritos en francés. ¡Francés! Un grupo de malditos gabachos había tenido la misma idea y entiendo ahora, desde la perspectiva que me da el tiempo pasado, que llegaron antes que nosotros. Estaba furioso. Miré a mi alrededor, y tan sólo acerté a descubrir el cuerpo sin vida de Montero, con la cabeza reventada de un disparo. Nos habían cazado, como a conejos. Al intentar moverme, noté un fuerte dolor en el hombro. Miré. Me habían dado. Tenía el torso empapado de sangre. Vas listo, compadre, pensé. Como Dios me dio a entender, fisgué lo que pude entre la maleza. Solo cuatro personas. También nosotros habíamos vendido cara nuestra piel. Y entonces, supongo que me desmayé. Debieron darme por muerto, si es que llegaron a dar conmigo, y eso me salvó, sin duda. Los siguientes días fueron un tormento. Malherido y a pie, inicié como pude el camino de vuelta. Sin esperanza, pues sabía que moriría mucho antes de llegar. Sin embargo, la fortuna, o el Dios de los desharrapados, quien sabe, quiso resarcirme de alguna manera. Me topé una noche con el campamento de los cuatro franceses. Estaban descuidados. Y aprovechando la noche y la sorpresa les fui rebanando, uno a uno, el pescuezo. Les robé y monté uno de sus caballos, que me llevó de nuevo al campamento. Era el único superviviente de aquel grupo maldito.
Créanme, desde entonces, siempre hago caso a mi rodilla.