Definitivamente,
había sido una mala idea. Debí haber hecho caso a mi rodilla. Mi
rodilla izquierda nunca se equivoca, y aquella tarde en el
campamento, mientras aquel fulano largaba sobre lo fácil que iba a
ser todo, y como los ingleses del demonio iban a caer como moscas y
nos íbamos a hacer con el botín como si nada, la rodilla me dolía.
Mucho.
Hablaba
de aquella manera arrastrada propia de los colonos, masticando las
palabras, como si no fuera ya difícil entenderles. Tomaríamos por
sorpresa a nuestro objetivo en aquel punto en el que el camino se
estrechaba un poco, formando un desfiladero. Les aguardaríamos
emboscados, nos cargaríamos a todo bicho viviente y nos haríamos
con el contenido del carro, que a la sazón era la paga de la
soldadesca.
- ¡Qué
golpe! – decía el malnacido. – Nada puede salir mal.
Es
aquí donde el lector se da cuenta de que el tipo no era español. Un
español, un español de verdad, nunca dice que nada puede salir mal.
Porque si hay algo que tiene claro un español es que si algo puede
salir mal, si hay una mínima jodida posibilidad de que algo salga
mal, vive Dios que saldrá mal.
Y
sí, a priori, la idea no era mala. Una posición privilegiada, a
resguardo en la maleza, esa maleza exuberante, húmeda y pegajosa.
Una lluvia de proyectiles cayendo sobre los infelices y las bayonetas
caladas, dispuestas para destripar a los pocos que aún quedaran en
pie. Y luego, a abrir el carro y a desvalijarlo. Y a correr.
Y
también está, claro, el asunto militar. El éxito táctico,
estratégico, y todo eso. Un operativo militar que hiciese daño al
inglés.
Porque
debe doler mucho en el orgullo, y de orgullo andan sobrados los
casacas rojas, que un grupo de desharrapados, de colonos, indios,
negros y españoles, en definitiva; de chusma, te quite la paga de
tus soldaditos y te de unos azotes bien dados en tu sonrosado culo.
Pan
comido, muchachos.
Así
que antes del amanecer ya estábamos en marcha, de camino al lugar
por el que pasaría el convoy. Tomamos posiciones. Apenas a tres
metros de distancia, apoyada la espalda contra el tronco de un árbol,
como yo mismo y como la mayoría de nuestro grupo estábamos, se
encontraba mi amigo Montero, un mangurrino de mi edad, canijo y
flaco, de piel renegrida y nariz aguileña, que había estado conmigo
desde siempre. Nada más asegurarse, encerró la cruz de madera que
llevaba colgando del cuello en el interior de su puño derecho, cerró
los ojos y rezó en silencio. Aún hoy me resulta algo curioso cuando
recuerdo cómo repetía el mismo ritual antes de entrar en faena.
Cada vez. Un tipo que blasfemaba tan terriblemente que había
conseguido que le echaran de una taberna de puerto.
Aunque,
de cualquier manera, bien es verdad que todos nos volvemos devotos
creyentes cuando nos jugamos el pellejo. Yo mismo, siempre he llevado
encima una medalla de la Virgen del Carmen.
Virgen
del Carmen, Patrona del mar.
El caso es que estábamos
allí, ocultos dentro de aquella vegetación intrincada, casi
obscena. Embriagados por los olores dulzones, que parecían ser
sustitutos del propio aire, y cocidos por el calor, un calor húmedo
del demonio. Presas de un moderado optimismo, no obstante, porque
creo que llegamos a pensar que aquello saldría bien. Vine,
vidi
y hasta luego. Porque, bien mirado, igual el fulano aquel que nos
comandaba tenía razón, y aquello resultaba un paseo. Incluso
sobrios, aquella mañana, agazapados y esperando, aquello parecía
fácil. Tal vez demasiado fácil.
Tanto,
que no fuimos los únicos que nos pusimos al tajo.
Cuando
llegaron los ingleses, y se colocaron justo donde los queríamos, se
oyó un silbido que no era el que habíamos convenido como señal y
unos disparos que no provenían de ninguno de los nuestros. Y comenzó
la jarana, y aquel pedazo de selva se convirtió en un pedazo de
infierno.
Imagínense
ustedes: nosotros intentando acabar con los british,
que se defendían bien los cabrones, e intentando responder al fuego
que nos llovía de la espesura. Tirando a ciegas, y ocultándonos lo
mejor que podíamos para recargar, asunto nada fácil, ni rápido, en
aquellas circunstancias. Y entre tanto, el sonido de muchos pum,
crack, plaf. El olor a sangre y a pólvora, mezclado con el de la
vegetación. Y el miedo. Un miedo vivo, mordiente como si uno tuviera
una rata dentro del estómago. En un momento dado, se hizo el
silencio. Y aquello daba más miedo aún. Y luego, gritos en francés.
¡Francés! Un grupo de malditos gabachos había tenido la misma idea
y entiendo ahora, desde la perspectiva que me da el tiempo pasado,
que llegaron antes que nosotros. Estaba furioso. Miré a mi
alrededor, y tan sólo acerté a descubrir el cuerpo sin vida de
Montero, con la cabeza reventada de un disparo. Nos habían cazado,
como a conejos. Al intentar moverme, noté un fuerte dolor en el
hombro. Miré. Me habían dado. Tenía el torso empapado de sangre.
Vas listo, compadre, pensé. Como Dios me dio a entender, fisgué lo
que pude entre la maleza. Solo cuatro personas. También nosotros
habíamos vendido cara nuestra piel. Y entonces, supongo que me
desmayé. Debieron darme por muerto, si es que llegaron a dar
conmigo, y eso me salvó, sin duda. Los siguientes días fueron un
tormento. Malherido y a pie, inicié como pude el camino de vuelta.
Sin esperanza, pues sabía que moriría mucho antes de llegar. Sin
embargo, la fortuna, o el Dios de los desharrapados, quien sabe,
quiso resarcirme de alguna manera. Me topé una noche con el
campamento de los cuatro franceses. Estaban descuidados. Y
aprovechando la noche y la sorpresa les fui rebanando, uno a uno, el
pescuezo. Les robé y monté uno de sus caballos, que me llevó de
nuevo al campamento. Era el único superviviente de aquel grupo
maldito.
Créanme,
desde entonces, siempre hago caso a mi rodilla.
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