Era un cubano alto, grande, inabarcable. Tenía la piel de color caoba y una expresión en el rostro que parecía querer decir: "no me estoy enterando de nada. Y por mucho que me lo repitas; voy a seguir sin enterarme".
Estaba casado con una hermosa mulata, Graciela, y era padre de dos críos muy guapos, aunque malos como demonios.
Graciela importó de su Habana natal la costumbre de organizar timbas en la casa. Preparaba café y bollos para comenzar, y tenía bien surtido el mueble bar para después. En su casa sólo se jugaba con dinero, y estas timbas le reportaban unos ingresos extra nada despreciables.
Nunca habían tenido problemas; salvo quizá aquella vez que ese tipo flaco, Gonçalves, se había bebido un par de ginebras de más y se puso insolente con Graciela. Aunque bastó una mano de Martillo (unas manos como racimos de plátanos) sobre el hombro del portugués para que a éste se le quitaran de golpe la borrachera y las ganas de acercarse a la mulata...
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