La casa estaba en silencio.
Elizabeth se había ido a la ciudad aquella mañana temprano,
pues había quedado con las arpías de sus amigas. Primero tomarían el brunch,
que alargarían hasta casi las tres de la tarde, y luego se dedicarían a gastar
demasiado dinero haciendo compras innecesarias, y seguramente absurdas. A lo
largo de su vida Gabriel Stenmaier, el otrora famoso ingeniero, había intentado
un sinnúmero de veces entender la manera de pensar y de actuar de las mujeres. Sin éxito, por supuesto.
Lo importante es que, por fin, estaba solo.
El fin de semana habían recibido la visita de sus hijos y de sus nietos. Los adultos habían saqueado la bodega y los pequeños habían disminuido
notablemente el número de elementos decorativos de porcelana y cristal de la
casa, merced a su juego de pelota.
Gabriel Stenmaier anduvo renqueando, maldita espalda,
hasta su escritorio. Se sirvió un vaso de Talisker 18 y bebió un largo
trago.
Se sentó y buscó con la mirada el retrato de Elizabeth.
Una hermosa fotografía en blanco y negro, arropada por un elegante marco de
plata. En el momento en que se lo hicieron, ella debía tener dieciocho o
diecinueve años. Había sido una mujer preciosa. De hecho; aún conservaba gran
parte de su belleza. Tenía unos enormes ojos de color gris y una sonrisa
maravillosa, capaz de fijarse en la retina, como si uno hubiera cometido el
desatino de mirar al sol directamente.
En el retrato; ella llevaba al cuello un collar de
brillantes del que pendía una hermosa perla con forma de lágrima. La joya
dibujaba graciosamente el contorno de la base de su cuello y acababa reposando sobre
su escote, expuesto con una coqueta prudencia gracias a un vestido que fue de
seda y tul.
Stenmaier apuró el whisky y se sirvió otro vaso. Abrió el primer
cajón del escritorio y sacó su revólver. Comprobó que estaba cargado.
Bebió el licor de un trago. Apoyó la boca del cañón
sobre su sien y apretó el gatillo.