jueves, 26 de diciembre de 2013

¿Puede un señor ser confundido con una locomotora?


Hombre, peliaguda pregunta es la que usted me plantea.
Así, a bote pronto, yo diría que no. Pero si he de ser riguroso, debo emplearme en contestar este tipo de cuestiones con meticulosidad. Y con una estilográfica.
Uno debe pensar en las ventajas y en las desventajas que ofrecen las locomotoras y los señores, y así ir desmadejando el hilo de su pensamiento, como Penélope deshacía el tapiz cada noche, o mi tía Enriqueta deshace la bufanda que le está haciendo a mi sobrina porque se equivoca siempre con los puntos.
Para ilustrar ésta exposición, por tanto, voy a poner como ejemplo a mi amigo Mariano, que es un señor muy serio porque es Registrador de la Propiedad, y tiene barba.
En primer lugar; hay que decir que las locomotoras contaminan mucho, sobre todo si tienen una caldera de carbón. Mi amigo Mariano no tiene caldera incorporada, pero en cambio fuma unos puros gordísimos. Y eso, es cierto, les hace parecerse bastante. En contra, hay que decir que las locomotoras se ven obligadas a mantener ciertos caminos, es decir, a transitar por los mismos raíles si no se construyen otros, y mi amigo Mariano cambia de opinión cada dos por tres, como una veleta cambia su orientación a merced del viento, o una señorita cambia su gusto por los zapatos cada temporada.
Además; las locomotoras suelen estar pintadas de color negro y rojo, adornadas con remaches de cromo dorado, y llevan la matricula grabada en un lateral. Y yo, por mucho que miro a mi amigo Mariano, debo confesar que no le encuentro la matrícula por ningún lado.
Así que, a primera vista, mi amigo Mariano no parece una locomotora, porque no tiene caldera, ni chimenea, ni hace chucuchú.
Sí se parecen, a decir verdad, en el elevado coste económico que supone mantenerlos. Y en que arrastran a un montón de gente tras de sí.
Por no mencionar que el hecho de cumplir sus compromisos para con los demás les importa tanto, a cualquiera de los dos, como el saber a cuánto está el kilo de guano fosfatado. 
Sin embargo, hay que detenerse un momento a reflexionar llegados a este punto. Porque reflexionar es tan importante como usar una talla adecuada de ropa interior. Y después de reflexionar un rato, yo me pregunto; ¿Qué derecho tenemos nosotros a comparar a un señor con una locomotora?
¿Es que una locomotora tiene más sentimientos que un señor? ¿O acaso un señor puede parecer menos egregio, majestuoso y rimbombante que una locomotora?
¡Qué a la ligera podemos llegar a tomarnos los escritores, las coristas y los notarios éstas y otras cuestiones, vive Dios! Siendo tan superficiales, tan vacuos, sólo conseguiremos, me temo, llegar ofender a los señores. Y lo que es peor, llegar a ofender a las locomotoras.
De tal forma que, supongo, debo poner fin a mi disertación sin ofrecer una respuesta adecuada a la pregunta que usted me ha formulado, amigo mío.
Tal vez lo único que pueda decir sin faltar a la verdad, ni a mis principios ni a mi abuelita Gertrudis, que no tiene nada que ver con esto pero a la que me apetecía mencionar, es que yo no confundiría a mi amigo Mariano con una locomotora. No podría.
Hombre, quizá sí podría confundirle con un ficus retusa. O aún con una grácil gacela Thompson.
Pero eso es otra historia.