miércoles, 12 de enero de 2011

Sherlock Holmes y el extraño caso del señor Brewster

Fue en la primavera del 87, unas pocas semanas después de que Holmes concluyera las investigaciones que le llevaron a descubrir al terrible “Asesino del lunar coquetón en el muslo”.
Aquel día nos hallábamos, como de costumbre, en nuestras modestas habitaciones de Baker Street. Él fumaba profusamente en pipa, y yo lloraba a lágrima viva a consecuencia del humo.
- Tiene usted razón. – Me dijo de repente, con ese laconismo propio de su carácter y de los calamares a la romana – A sir Edward Rotblat le sienta fatal el negro.
Su capacidad para el análisis y la deducción no dejaba de asombrarme. Nunca pude descubrir cómo era capaz de llegar a según qué conclusiones.
- ¿Perdón..? – Apenas pude balbucir.
- Oh, no es nada, querido Watson. No se incomode usted. A las mentes superiores los pequeños detalles se nos antojan como fragmentos de un rompecabezas, que debemos ir encajando poco a poco, con paciencia. El resultado final acaba siendo la lectura lineal de los pensamientos de los homínidos inferiores.
- ¡Holmes!
- Oh, está bien, de acuerdo; se lo explicaré. Hace poco más de una hora, mientras yo me inyectaba la tercera dosis de morfina del día en el lóbulo de la oreja, le vi mirar distraídamente por la ventana. Me preguntaba qué podría haber llevado a alguien como usted, de natural tan dado a la ensoñación, a perder el tiempo con un paisaje tan poco atractivo. Entonces reparé en que se mesaba los bigotes y sus labios dibujaban un gesto sutil, y casi diría que pícaro. ¿Watson sonriendo? Vaya, vaya. La cosa se ponía interesante... Sabía por la señora Hudson que esta mañana había usted atendido en consulta a sir Edward, a propósito de esa pequeña afección que padece, y que le obliga a caminar a la pata coja a la vez que imita el cacarear de una gallina oriunda de Surrey.
- Sí, admito que me ha visitado sir Edward, pero...
- Está perfectamente claro, como sin duda ya podrá usted adivinar por sí mismo si tiene en cuenta, naturalmente, que el señor Rotblat ha iniciado hace poco su carrera política...
Sacudí la cabeza con vehemencia.
- ¿Y bien?
- ¿Aún no lo ve, viejo Watson? ¿No? – Replicó, creo que algo decepcionado - Oh, en fin, no sé por qué me extraño. Verá: es de sobra conocido que cuando un hombre entra en política su ética, su moral y sus principios fallecen sin remedio. Así que es de ley que ese caballero vista de negro. De luto riguroso. Y coincidirá conmigo, por supuesto, en que no hay nada más ridículo que una gallina de Surrey con levita oscura; ¿No es cierto? Pues bien; ahí tiene la respuesta a este pequeño enigma.
- ¡Por Dios, Holmes! – Protesté.
- Sí, sí; lo sé. – Suspiró - Una vez se explican todos los detalles, la solución aparece tan sencilla que cualquiera es capaz de asegurar que él mismo podría haberla averiguado. Que sólo le habría hecho falta fijarse un poco. Pero esa es la raíz de mi ciencia, Watson, la observación. No se atormente, no obstante. Usted no está hecho para alcanzar mi nivel.
Entornó los ojos mientras se pinchaba otra dosis de morfina en el talón de su pie izquierdo, mientras yo me preguntaba si debía lanzar su cuerpo por la ventana, o abrirle el cráneo con el cenicero de mármol que reposaba sobre la mesita de caoba del rincón. En ese instante sonó la campanilla de la entrada. Tres veces.
No podíamos saberlo entonces, obviamente, pero esos timbrazos nos anunciaban el inicio de una nueva aventura.
- Quien toca en la entrada es un cliente, Watson. Aunque claro, también puede que no lo sea. – Y dicho esto se retrepó en su sillón de orejas - ¿Ve? Es ciencia, Watson. Es ciencia.
Los pasos, algarabía de repiqueteos, resonaron en la escalera. Al poco; la señora Hudson nos anunció a un joven que tenía el cabello del color de los vertidos de las fábricas al Thames que, parado en el vano de la puerta, mordisqueaba distraídamente el ala de su sombrero.
- El señor Mortimer Brewster. – Declaró nuestra ama de llaves.
- Hmmm... ¿Se llama usted Mortimer? – Preguntó Holmes – Cuánto lo siento...
El hombre se mostraba nervioso. Alternaba el peso de su cuerpo entre uno y otro pie y nos miraba, de hito en hito.
- Tiene usted razón, señor Holmes – Dijo – Yo hubiera preferido llamarme Bonifacio, pero ya sabe, esta sociedad en la que nos ha tocado vivir...
- ¡Qué me va a contar, joven amigo! ¿Puede usted creer que todavía hoy está mal visto que a uno le agraden los corsés de encaje? ¿O los zapatos de tacón de aguja? ¡Dios! ¿Dónde vamos a ir a parar? Caray. Pero en fin; ¿Podemos saber cuál es el motivo de su visita?
El joven Brewster acabó de comerse el sombrero y, tras darse unos golpecitos en el pecho para facilitar la ingesta, se dejó caer a plomo sobre un sillón y comenzó su relato:
- Verá, señor Holmes; desde que tengo uso de razón trabajo en el negocio familiar. Siempre nos ha ido bien, aunque en los últimos meses es cierto que han bajado un poco las ventas...
- ¿A qué se dedican ustedes? – Le interrumpió el detective.
- Vendemos rayas para los pantalones.
- Ajá, ajá... – Musitó Holmes, entornando los ojos – Continúe.
- Bien, gracias. Le decía que últimamente había flojeado el negocio. Nada preocupante, si tenemos en cuenta nuestra cartera estable de clientes, a quienes acostumbramos a vender a razón de unas dos mil, o dos mil quinientas rayas por pantalón. Pero lo suficiente como para que mi padre, el señor Abraham Brewster, comenzara a plantearse poner en marcha una serie de medidas de austeridad.
- ¿Qué tipo de medidas?
- Nada ilegal, por Dios, no vaya usted a pensar... No es que escamoteara ninguna raya en los pedidos, ni nada por el estilo...
- ¿Entonces?
- Bueno, es sólo que las vendía un poquitín más finas, si usted me entiende...
- Mmm... – Gruñó Holmes - ¿Quiere usted insinuar que de cada raya hacía dos?
Brewster asintió con un ligero movimiento de la cabeza, quizá algo avergonzado.
- ¡Cielos! – Maldijo el detective - ¡Qué poca vergüenza!
- Sí; tiene razón, señor. Es algo inexcusable. Pero debe usted comprenderlo. Son tiempos muy difíciles para todos. Es muy costoso mantener a doscientos trabajadores chinos. Incluso teniéndolos hacinados en un cuartucho sin luz ni ventilación, de unos cuarenta metros cuadrados, en el sótano de la tienda.
- Tanta mano de obra...
- ¡Qué le voy a contar!
- Claro, claro. Me hago cargo. Pero no por ello su comportamiento deja de ser reprobable, joven. Prosiga.
- Verá, señor. Hace unos días, según se iba aproximando la fecha de su retiro, comencé a notar algo extraño en mi padre. Un comportamiento quizá algo fuera de lugar, algo... extravagante.
- ¿Cómo es eso?
- En principio parecían cosas sin importancia... se pasaba largos ratos mirando a través del escaparate de nuestra tienda, como si esperara la visita de alguien. O hacía equilibrios con una cucharilla de café en la punta de su nariz.
- Ajá...
- Pero después; cuando empezó a bailar polcas sobre el mostrador, y siempre a media mañana...
- ¡Por Júpiter! – Holmes se mostró vivamente interesado en ese punto de la narración. - ¿Polcas? ¿Está usted seguro?
- Completamente. Levantaba su pierna izquierda de manera característica.
- Su pierna izquierda...
- ¿Es importante? – La ansiedad se pintaba en el rostro del joven, como el bermellón se pinta sobre las mejillas de las cabareteras.
- Absolutamente. Eso quiere decir que no tiene ni idea de cómo se baila una polca. – Sentenció Holmes. – Pero prosiga, por favor.
- Poco más puedo agregar, señor. El pasado lunes se hizo efectiva su jubilación. Él parecía contento, feliz diría yo, y nosotros estábamos aliviados de poder relevarle en el negocio, y así librarle de tan pesada carga. Y sin embargo; anteayer por la tarde, después de tomar el té con picatostes, mi padre abandonó nuestro local y ya no hemos vuelto a verlo.
- Es... es espantoso.
- ¿Verdad que sí, señor Holmes?
- Ya le digo. ¿A quién se le ocurre tomar el té con picatostes?
Holmes entornó los ojos, revelando con ese gesto que se hallaba sumergido en las profundas reflexiones a las que le había empujado el relato de nuestro joven cliente. El señor Brewster, por su parte, se retorcía las manos, presa del más vivo estado de excitación.
Así transcurrieron unos minutos; Holmes meditando, yo ejerciendo de mero espectador del drama, y Mortimer Brewster midiendo la flexibilidad de sus articulaciones. Cuando al fin consiguió romperse dos dedos, se quebró también su resistencia:
- Señor Holmes, por amor de Dios. ¿Qué tiene usted que decirme?
- Creo que voy a comer unos huevos revueltos con bacon. Avisaré a la señora Hudson.
- ¡Holmes, por las barbas del profeta! – Le grité, escandalizado ante su falta de sensibilidad.
- ¿Qué ocurre, Watson?
- ¡Por favor! – Dirigí una significativa mirada a nuestro visitante. - ¿Elige usted bacon, pudiendo tomar tocino de Essex?
- ¡Ah, pues tiene usted razón! Donde esté el tocino de Essex...
- ¡Dónde va a dar! – Asentí, complacido.
El joven nos miraba desesperado.
- Pero bueno; ¿Y de lo mío, qué?
- Sí, claro. – Holmes sonrió. – Lo suyo, claro. Tengo que hacerle algunas preguntas, por supuesto.
- Lo que sea, señor, con tal de que le ayude usted a resolver este misterio.
- ¿Conoce usted a alguien que quisiera hacer desaparecer a su señor padre, por algún motivo? ¿Tiene enemigos, alguien que le odie?
- No sé... Su sastre, quizá.
- Eso no es relevante. Mi sastre también me odia.
- Ya, claro. No, entonces no.
- ¿Es jugador, o tiene algún vicio que le pueda suponer importantes pérdidas de dinero?
- No, señor. ¡Por Dios!
- ¿Tiene aficiones, que usted conozca?
- No, señor. Desde que mi madre, tristemente, no está entre nosotros, mi padre ha abandonado la bebida y ha dejado de hacer puzzles de mil piezas.
- ¿Su madre de usted ha fallecido?
- Sí señor; hará unos cinco años.
- ¿Y él no ha vuelto a contraer matrimonio?
- No, señor.
- Oh. Un hombre viudo. Eso entonces descarta que sea un hombre infeliz. Mmm... Una última cuestión, joven. ¿Cuántos años tiene su padre?
- Pues... cumplirá sesenta y ocho el próximo Junio.
- Sesenta y ocho... sesenta y ocho... Bien, bien... Eso es muy esclarecedor. ¡Definitivo, diría yo! Ya está todo claro; entonces.
- ¿Cómo?
- ¡Cielo Santo, Holmes! No pretenderá usted decirme que...
- ¡Por supuesto, Watson! Es un misterio la mar de sencillo. Páseme el periódico, si hace el favor.
Presuroso cual gacela Thompson, acerqué el diario del día a mi compañero, quien lo hojeó rápidamente, en busca de Dios sabe qué información.
- Ajá, bien. ¡Perfecto! – El prodigioso detective rió, seguro de lo acertado de sus deducciones. – Si a ustedes les parece bien – Casi gritó, exultante – podemos salir ahora mismo.
- ¡Por los leotardos de la Venus de Milo! – Maldije.
- ¡Vamos, vamos pues! – Imploró el joven.
Bajamos las escaleras como almas llevadas por el diablo y, una vez en la calle, hicimos parar un carruaje.
- ¡A St. James Street! – Bramó Holmes.
Durante el trayecto; el rostro del joven Brewster transmitía una mezcla desigual de ansiedad febril y de admiración entregada hacia mi compañero. Holmes, por su parte, se inyectaba su enésima dosis de morfina, ésta vez en la aleta derecha de la nariz.
Atravesamos las arterias de la gran urbe a toda velocidad y conforme se sucedían los minutos comencé a notar que un peso, como de plomo, amenazaba con lastrar mi viejo corazón de soldado. ¿Y si el sagaz sabueso había errado la pista?
Por fin; una sonrisa iluminó el rostro de mi compañero, que golpeó la pared del carruaje para indicar al cochero que se detuviera.
- ¡Bien; hemos llegado! – Clamó, y bajó del coche de un prodigioso salto.
Una vez hubimos satisfecho la cuenta de la carrera, Brewster y yo nos reunimos con él.
- ¿Y bien? – Inquirió el joven - ¿Dónde está mi padre?
Holmes señaló hacia el final de la calle, lugar en el que había, reunidos, un nutrido grupo de personas.
- Deberá usted hallarlo en compañía de esos otros hombres, si no me equivoco.
Nuestro cliente dirigió a mi compañero una mirada atónita, estupefacta y algo estrábica.
- ¿Ahí, dice? ¿Está usted seguro?
- Absolutamente. ¡Venga, acérquese!
Observamos cómo el muchacho, con paso decidido, se dirigió hasta el lugar indicado.
Una vez llegó, vimos cómo entablaba una corta conversación con un hombre de los que se hallaban allí para, después, fundirse con él en un fraternal abrazo. Holmes estaba hinchado como un pavo.
- Ea, Watson. – Sentenció – Aquí ya hemos terminado. Vayámonos a casa.
Durante el trayecto de vuelta, mi admirado compañero de aventuras sostuvo un obstinado silencio. No fue sino hasta que estuvimos acomodados en nuestras habitaciones de Baker Street, desparramados sobre nuestros sillones e inmersos en la tarea de acabar con todas nuestras reservas de tabaco, que procedió a aclararme el misterio.
- Pues en realidad ha sido muy sencillo, Watson. – Me dijo, mientras prendía su pipa de espuma de mar – Lo único que debe uno hacer, como ya hemos hablado en más de una ocasión, es tomar todos los datos de los que disponga, reunirlos, y elaborar una hipótesis con ellos.
- ¿Quiere usted decir..?
- Que la solución a este modesto problema estaba ante nuestros ojos desde el principio.
- ¿Cómo así?
- Fácil. Verá usted; los datos de los que disponíamos eran los siguientes: el señor Brewster, padre, acababa de retirarse. Tenía casi sesenta y ocho años y, aunque no entraba en la categoría de anciano, sí podríamos llamarle viejo; ¿Correcto?
- Er... Sí, bueno. Supongo que sí.
- Bien. Durante toda su vida había permanecido activo... un hombre capaz de bailar polcas sobre el mostrador de su negocio, si usted me entiende...
- Sí.
- No tenía aficiones o vicios, ni debía dinero. Además estaba viudo. Un hombre cuya vida se había vuelto gris... ¿Ve dónde quiero ir a parar?
- ¡Por Dios, Holmes, no! ¿Quiere usted hacer el favor de sacarme de esta oscuridad?
El detective suspiró, armado de una buena dosis de paciencia.
- A ver; ¿Qué hace un viejo cuando no tiene nada más que hacer? ¿En qué es capaz de perder las horas muertas?
- No... No sé.
- ¡Pues se va a la calle, a mirar las obras y a criticar a los obreros! ¡Esto es así, desde el principio de los tiempos! Así que, para encontrarle, tan sólo tuve que pedirle a usted el periódico. Recordaba haber leído que acababa de iniciarse una tarea de reemplazo del adoquinado en St. James Street, y quería confirmarlo. Una vez lo hube hecho; me hallaba en disposición de conducir a nuestro joven cliente junto a su padre.
- Maravilloso... – Tan sólo acerté a decir.
- Bah, no tiene importancia. – Dijo Sherlock Holmes, al tiempo que se pinchaba una dosis de morfina en el codo.