viernes, 23 de octubre de 2009

La lámpara maravillosa


La tienda estaba escondida en algún lugar de Candem Passage, y tanto la entrada como el interior inspiraban la misma confianza que el motel de Norman Bates. Reparamos en ella al huir de la cansina lluvia londinense, y entramos tras un breve intercambio de opiniones, en el que tuvieron un peso específico los amables ruegos de mi esposa, y el hecho de que consiguiera alojar el mango de su paraguas en mi píloro, por vía nasal.
La mercancía estaba dispuesta en el local en un orden tan exquisito que se diría que toda la fuerza del huracán Katrina se hubiera concentrado en esos pocos metros cuadrados. La dependienta, parapetada tras el mostrador, tenía un aspecto peculiar, que incitaba automáticamente a preguntarse en qué lugar debía haber aparcado su escoba. Los relojes de bolsillo, por supuesto, hacía mucho tiempo que habían dejado de funcionar, y los encajes y ganchillos acumulaban tanto polvo que, al poco, acabé respirando con la cadencia rítmica de Darth Vader.
Mi mujer, en cambio, estaba emocionada.
- Mira, cari. - Me decía, sosteniendo un camafeo horripilante entre sus dedos - ¿No te parece divino?
- Adorable. - Le respondía yo sabiendo que, cuando se trata de comprar, a una mujer no le interesa tu opinión, sino si dispones de suficiente activo en la tarjeta de crédito.
- ¿Y qué me dices de éste abanico tan simpático?
- Precioso. Se diría que lo ha pintado un alcohólico, en pleno delirium tremens.
- Sí; ¿Verdad? ¿Y aquella muñeca de trapo?
- Escalofriante. Con esas cosas se hace vudú; ¿No?
- No seas tan negativo. Tienes que aprender a relajarte cuando vamos de compras. Hay que disfrutarlo.
- Sí, mi vida. Lo que tú digas. - ¿Cómo le explicas que no vamos de compras? ¿Que la que va de compras es ella, y yo sólo ejerzo de acompañante? Es más; ¿Cómo puede alguien disfrutar yendo de compras? En fin.
Ignoro cuanto tiempo estuvimos allí, revolviendo entre trastos viejos, pero al fin llegó el momento de marcharnos. La expresión pintada en el rostro de mi esposa era de tristeza, o tal vez de decepción, pues nada le había llamado lo bastante la atención como para malgastar unas cuantas libras. En cambio; de mi cartera escapó un suspiro de alivio perfectamente audible. ¿Me había librado? Increíble. Era una oportunidad que no podía dejar pasar, así que enfilé rápidamente hacia la salida. No fuera a arrepentirse. Cuando ya tenía un pie en la calle, y sentía la torcida mirada de la dependienta en mi cogote, de la garganta de mi cónyuge escapó un gritito breve, de triunfo. "La jodimos. - pensé - Ya ha picado".
En sus manos sostenía una pequeña tetera, de latón. Un artilugio horroroso, grabado con unas filigranas imposibles, producto salido sin duda del taller de algún artesano atacado por fiebres tifoideas, sifilíticas o palúdicas.
- ¿A que te encanta? - Me retaba, exultante.
- ¿Qué debo responder?
- Que me la vas a comprar.
- Dios. Sólo si me dejas enterrarla en el jardín. O mejor aún; si me prometes que se la vas a regalar a tu madre.
Si las miradas matasen, mi esposa me habría fulminado cual Hera vengativa. Así que huelga decir que acabamos adquiriendo aquel artefacto. Qué quieren, no todos los matrimonios son como el de Bill Cosby. Por supuesto; tampoco es necesario reconocer que fue inmediatamente abandonado en un rincón de la repisa de la chimenea.
Pasaron los días y nuestra vida transcurría tranquila, a la velocidad y el ritmo de un remolcador de desechos surcando el Thames. Y casi con el mismo nivel de salubridad. Pero una soleada mañana de sábado, cuando me encontraba practicando mi swing en el salón, dispuesto a pulverizar en el green a Goldman, el de contabilidad, golpeé accidentalmente con la pelota de golf aquel chisme, que cayó con estrépito.
Me acerqué presuroso a recogerlo del suelo, y no porque tuviera miedo de la reacción de mi esposa al descubrir el destrozo, no crean. Eso no ocurre casi nunca. De hecho; nuestra relación se asemeja mucho a la que mantiene un visitante en el zoo con respecto a la jaula de los tigres. O sea; admiración y respeto. Y sobre todo; distancia.
Comprobé cuidadosamente los daños que pudiera haber ocasionado a aquella cosa, y froté la superficie con la manga de mi camisa, con el fin de eliminar cualquier posible rastro delator.
Y entonces; sucedió.
Un humo de color gris perla emergió de ella, y fue adquiriendo consistencia hasta convertirse en una figura de cierta corporeidad.
- ¡Cof, cof! Salud, amo. - Me dijo.
- ¿Ein?
- Ehem. Salud, amo.
- Eh, ehém... Hola. Tú... ¿Tú, quién eres?
- Mi nombre es Yaser Alí Salim Mohammed Pérez. Y soy el Genio de tu lámpara.
- ¿Eh?
- Tú has frotado la lámpara. Yo soy tu genio; tú eres mi amo.
- Ahí va, la hostia. - Dije, haciendo uso de mi prolijo lenguaje, propio de un hombre de mundo. - Así que tienes que concederme tres deseos; ¿No?
- Eh... Bueno; vamos a ver. La cosa no va exactamente así.
- Ah; ¿No?
- No. La crisis, hijo mío. Y que tengo ascendencia judía, también.
- ¿Entonces?
- Pues tú pides y yo contraoferto. O yo te hago una oferta, y tú a mí otra. Y luego; regateamos.
- No me lo puedo creer.
- Lo tomas, o lo dejas.
- Vale, vale. Hazme una oferta.
- Una casa en el centro, un yate y una rubia siliconada de treinta años. Tú hablas.
- Eeeeeh... Que la casa sea en New York; en los Hamptons. En vez de un yate; un Jaguar. Y dos chavalas de veinte, sin siliconar. Y además; una jugosa cuenta en las Caimán.
- Pero; ¿Qué dices? Una casa en New York, las chicas sin silicona y el Jaguar, pero olvídate de las Caimán.
- La casa en New York, el Jaguar y un caimán, y te quedas con las chicas con silicona.
- Un bote de silicona, un caimán y ni hablar del Jaguar.
- Vale.

No sé, creo que me lió... ¿No?
Para Ana. Con todo mi cariño.